Publicada en The Clinic el 14 de mayo de 2018
Andrea Sato, investigadora Fundación SOL
Las distintas discriminaciones que sufren las mujeres en el mundo del trabajo asalariado y en el trabajo doméstico, han sido objeto de estudio de las feministas durante las últimas décadas. La evidente explotación de las mujeres en el espacio doméstico y laboral es una realidad que no podemos desconocer, especialmente cuando la Encuesta Nacional de Uso de Tiempo (ENUT) nos señala que, independiente de su jornada laboral, las mujeres presentan sistemáticamente una diferencia de 2 horas de trabajo doméstico adicional, respecto a los hombres.
Pero más allá de las condiciones de vida de las mujeres dentro y fuera del espacio doméstico, es interesante observar las formas en que el mercado las ha incorporado como fuerza de trabajo asalariada, y el estrecho vínculo que existe entre su posición social y cultural, con la posición de estas en el mundo del trabajo asalariado.
En los últimos 8 años, ha habido una creación neta de 801 mil empleos para mujeres. Sin embargo, un 63,3% de ese empleo creado corresponde a trabajo tercerizado, de cuenta propia, mayoritariamente con baja calificación, en horarios flexibles o en la figura de familiar no remunerado. Si le sumamos la brecha salarial promedio de $190.825 que persiste entre hombres y mujeres, tenemos como resultado a mujeres empobrecidas y con empleos con alta probabilidad de ser precarios.
Pero esta estructura para el trabajo femenino no es casual, es el resultado de una lógica económica, política y cultural. La noción de que las mujeres deben hacerse cargo de las labores domésticas y de cuidado, tienen su correlato en el mundo del trabajo asalariado. cuando observamos cuales son los trabajos más feminizados según rama de actividad económica, se evidencia que los primeros lugares los ocupan: hogares privados con servicios doméstico, servicios sociales y de salud y enseñanza. No es coincidencia que en las ramas productivas donde más se emplean mujeres, estén relacionadas con la realización de labores de cuidado para otros; esto tiene que ver con una configuración social que considera que las mujeres tienen mayores habilidades para desarrollar actividades específicas que tienen que ver con el cuidado.
Por lo tanto, no sólo observamos que las mujeres se incorporan en condiciones precarias al empleo, sino también que se ocupan en labores que se vinculan estrechamente con las concepciones que tenemos de estas como cuidadoras al servicio de otros. Por tanto, la estructura del trabajo busca mantener a las mujeres realizando labores de cuidado dentro y fuera del hogar.
Las reformas que buscan la equidad de género, como terminar con la brecha salarial, van a tener un impacto marginal si no observamos que las discriminaciones de las mujeres en el espacio del trabajo superan cuestiones como el salario o la jornada de trabajo flexible. El considerar que hay trabajos “para mujeres” y trabajos “para hombres” no sólo refuerzan estereotipos respecto a las habilidades que cada género debería desarrollar, sino que jerarquizan actividades que se complementan para llevar a cabo todos los procesos productivos. En esta línea, es urgente observar el mundo del trabajo de manera sistémica y no apostar por reformas que no profundizan en las discusiones y tensiones respecto a la división sexual del trabajo y su impacto en las relaciones que se establecen entre hombres y mujeres, dentro y fuera de los espacios de trabajo asalariado.