Columna de opinión publicada en El Mostrador el 22 de octubre 2011
Por Karina Narbona, investigadora Fundación SOL
Son múltiples las formas de flexibilidad en el país, en su mayoría – por no decir, en su totalidad – dirigidas a abaratar costos laborales, pero cuando se habla de esto se lo suele hacer con una visión muy parcial, asociándola en el discurso únicamente a las bondades del “teletrabajo”, del “part-time” o del “horario flexible” (sin mencionar que se trata de bondades para los menos, una minoría con alto poder negociador).
Cuando se habla de flexibilidad, se la explica en el plan de apoyar la incorporación de las personas más vulnerables al mercado de trabajo y de posibilitar una mayor articulación del trabajo con la vida personal. No se suele plantear por qué a los empresarios les interesa tanto instalarla.
La flexibilidad laboral se hizo presente en el imaginario empresarial desde los años 70, cuando la crisis del petróleo, el avance de las luchas sindicales y la aparición de una mayor competencia internacional, instaló en las empresas la preocupación por generar nuevas formas de ganancias, sorteando los “rígidos” enclaves institucionales del trabajo y desplazándose hacia áreas menos protegidas. La salida fue ajustar el factor trabajo, haciéndolo más móvil y pagando por él un menor costo.
En una primera etapa, los esfuerzos se concentraron en la flexibilidad en el empleo, permitiendo a la parte empleadora agrandar o achicar la plantilla laboral a conveniencia. Se concibió la forma en que, en medio de mercados turbulentos, los riesgos no los asumieran las empresas, sino las personas que trabajan en ellas, cargando con las incertidumbres del mercado y gestionando ellas mismas su empleabilidad.
Las facilidades de despido, la subcontratación y una serie de contratos atípicos (de menor duración horaria, como los part time, y de menor duración en el plazo del contrato, como los contratos a plazo fijo) fueron algunos cambios contractuales en esa dirección, que permitieron aligerar los costos laborales al incurrir en menores gastos sociales. Con ello, entre otras consecuencias, se instaló en la población trabajadora la distinción entre trabajadores de primera categoría (estables y con contratos protegidos, tendencialmente escasos) y de segunda (los “pañuelos desechables”).
Otro tipo de flexibilidad que se ocupó con éxito fue la flexibilidad de la infraestructura productiva, dispersando las etapas de producción en distintas ciudades, regiones o países, fenómeno conocido como “empresa red”. Particularmente en Chile, esta reestructuración se asoció con la desagregación de la empresa madre en múltiples empresas filiales, cada una con un rut o razón jurídica diferente, a pesar de pertenecer a una unidad económica mayor. Esto ha conducido a una fragmentación sindical y una consecuente elusión por parte de las empresas de alzas salariales colectivas importantes, trayendo, una vez más, un abaratamiento de los costos del trabajo.
Por último, está la flexibilidad en la organización interna de la empresa y en la gestión del personal, muy poco tematizada y tildada de virtuosa por todos los sectores. Aquí entran incentivos a la productividad como la multifunción, el salario según rendimiento y el trabajo en equipo, entre otras aplicaciones, que vale la pena examinar.
Respecto al primer punto, el de la multifunción, es consecuente con el principio de funcionar con la menor plantilla laboral posible, de la “empresa mínima” o “delgada”, donde sólo unos pocos trabajan pero haciendo cada uno el trabajo de cuatro. Si bien en países europeos esta multifunción o polifuncionalidad ha derivado en ciertas circunstancias en un “enriquecimiento de las tareas”, en Chile se expresa sólo en una “ampliación de las tareas”, es decir, en más trabajo y de cualificación baja, rutinario.
Respecto a los salarios según rendimiento, impulsan a las personas a una carrera desenfrenada por la productividad para poder solventarse materialmente. Esto genera un gran agotamiento, pues si para ganar un salario decente, una persona debe trabajar una cantidad “x” el primer mes, para ganar ese mismo salario el próximo mes deberá trabajar “2x”, y así sucesivamente, el techo se aleja.
Finalmente, están las fórmulas de trabajo en “equipo” o “células”, una idea bastante inocente a simple vista, pero clave en la intensificación del trabajo. Bajo estas condiciones los trabajadores pueden operar sin vigilancia externa, cumpliendo una meta impuesta por la dirección y organizándose “libremente” para ello. Pero las formas de control no desaparecen, todo lo contrario, se incrementan considerablemente. El control pasa a producirse entre los propios pares, que sancionan socialmente cualquier intento de descanso durante la jornada con tal de que se cumpla la meta, llegando al paraíso soñado de la gerencia de eliminación de los tiempos muertos.
A prácticas organizativas flexibles como las descritas, que aumentan exponencialmente el esfuerzo en el centro de trabajo, los investigadores Parker y Slaughter (1993) han llamado con justa razón “management by stress” (gestión por estrés). La mayor carga física y psíquica que desatan es especialmente preocupante si se correlaciona con la ruptura de vínculos colectivos y menor protección social que imperan en el mundo del trabajo, dadas las otras formas de flexibilidad.
Así, al mirar las distintas caras de la flexibilidad (en el empleo, en las redes productivas, en la organización del trabajo) se puede comprender el movimiento general que opera detrás: extraer la mayor cantidad de trabajo al menor costo y sin las obligaciones sociales de antaño. Al hacer la sumatoria final de todas las técnicas flexibles, se ve, entonces, el saldo de una precarización del trabajo.
El capital siempre ha exigido una mano de obra flexible a sus necesidades, es, en otras palabras, en sí mismo flexible, pero llegado un momento se le logró poner coto en virtud de ciertos mínimos humanos. Hoy, so pretexto de las presiones competitivas, se ha hecho tambalear ese supuesto básico y su expresión se observa con nitidez en Chile.
Son múltiples las formas de flexibilidad en el país, en su mayoría – por no decir, en su totalidad – dirigidas a abaratar costos laborales, pero cuando se habla de esto se lo suele hacer con una visión muy parcial, asociándola en el discurso únicamente a las bondades del “teletrabajo”, del “part-time” o del “horario flexible” (sin mencionar que se trata de bondades para los menos, una minoría con alto poder negociador). Mirar sólo aquella faceta de la flexibilidad, sin considerar la lógica racionalizadora de fondo, es una forma de tapar el sol con el dedo, amparando la engañosa ilusión de que al margen de uno u otro caso puntual de deterioro, todos ganan.