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Publicado en Red Seca 9 de mayo de 2016

Por Gonzalo Durán, investigador Fundación SOL

Hace poco conmemoramos un nuevo primero de mayo, día internacional del trabajador y la trabajadora, y es importante analizar la situación de la organización sindical en Chile. Las bases de datos de la Dirección del Trabajo permiten hacer un análisis fino de esta cuestión y no quedarse en la mirada simple de la Tasa de Afiliación Sindical (14,7%) en la que algunos insisten para decir que estaríamos en el estándar OCDE (CCS, 2015).

Hoy, en el 81,8% de las empresas de 10 o más trabajadores no existe y nunca ha existido un sindicato (ENCLA, 2014). En cuanto a las características de la organización sindical, a la fecha existen más de 11.400 sindicatos activos y la mitad de ellos tiene menos de 40 socios, es decir, son muy pequeños. Ese pequeño tamaño de los sindicatos no se explica por una gran presencia de sindicatos de empresas pequeñas. De hecho, el 75% de la afiliación sindical se concentra en la gran empresa, siendo casi inexistente la representación sindical en los centros de trabajo de empresas de menor tamaño. Así, el cuadro es el de una constelación de sindicatos pequeños disgregados en la gran empresa. Adicionalmente, los sindicatos tienen una corta trayectoria y se disuelven rápidamente: el 41% de las organizaciones activas tiene menos de 5 años y el 65% de los sindicatos creados en 2014 dejó de existir en un poco más de un año (Durán y Gálvez, 2016).

De este modo, la actual configuración en las relaciones de producción (entre trabajadores y empleadores), dibuja un complejo escenario, en donde se puede observar que una de las partes tiene un poder sin contrapesos ya sea porque la organización colectiva de los trabajadores no existe (lo que generalmente ocurre) o porque ésta se encuentra atomizada y tiende a disolverse.

A eso hay que agregar las dificultades que enfrentan los sindicatos para que puedan ejercer su razón de ser democratizante: la ley censura la injerencia sindical en las decisiones sobre la organización del trabajo en la empresa o en materias atingentes a la organización de la sociedad. Además, no garantiza el derecho a la huelga (permitiendo el reemplazo de huelguistas), genera procedimientos sumamente engorrosos para la negociación colectiva y no permite ejercerla más allá del ámbito más aislado, que es el de la empresa (con este set legal, hoy la tasa de negociación reglada supera levemente el 8%).

El Plan Laboral de 1979, que ha sido activamente perpetuado después de la dictadura, es un factor decisivo en ese escenario. El Plan fomenta el encapsulamiento y la dispersión sindical y, más profundamente, la desarticulación de los trabajadores y trabajadoras y su despolitización (Narbona, 2015).

Todo ello facilita el disciplinamiento de los chilenos en el trabajo y también hacia el orden establecido, potenciando las dinámicas de acumulación y concentración de ingresos tan características del Chile desigual.

A este respecto, no debemos olvidar el panorama del bajo valor de la fuerza de trabajo. De acuerdo a la Encuesta Suplementaria de Ingresos del INE, el 50% de los trabajadores, percibe menos de $305.000 líquidos y se encuentran masivamente endeudados (Durán y Kremerman, 2015). Y si se considera el reporte que hacen los empleadores respecto a los salarios que pagan, en la encuesta ENCLA, el dato no es lejano: para empresas del sector privado, de 5 y más trabajadores, la mediana salarial no supera los $336.000 líquidos .

Lo que hemos visto con la reforma laboral es que no es coherente con una transformación profunda de esta realidad. La desestimación de la negociación por rama y la mantención del esquema de nivel de empresa como único nivel de la negociación colectiva, no permite elevar la cobertura de la negociación ni combatir la baja densidad y la escasa duración de los sindicatos para reducir a fondo la desigualdad. Pero el problema no es solamente lo que la reforma laboral deja afuera en su falta de carácter. En los contenidos mismos de la reforma hubo desde un comienzo elementos que se evidenciaron como altamente atentatorios contra los derechos de los trabajadores y trabajadoras. Los pactos de adaptabilidad permiten romper con derechos hasta ahora irrenunciables, como los referidos a la jornada, una demanda histórica del empresariado para obtener mayor disponibilidad del trabajo. Las adecuaciones necesarias y los servicios mínimos en caso de huelga avalan la idea de que la huelga no puede paralizar. Y la elevación de los quórums para constituir sindicatos en las MIPES hace aún más difícil su existencia, entre otros problemas.

Es por ello que esta reforma que supuestamente fortalecería al sindicalismo, no generó un apoyo sindical masivo, y eso fue así no por culpa del Tribunal Constitucional. El Tribunal, al respaldar la objeción de la derecha en uno de los pocos aspectos que podían rescatarse: la titularidad, agudizó un problema que era de origen. Es decir, fue como la guinda de la torta.

En el momento actual, ante el fallo del Tribunal Constitucional, el Gobierno anunció un veto a normas relacionadas con los pactos de adaptabilidad y con los quórums, develando de este modo, parte de las concesiones que había hecho al empresariado. Lo que hace el ejecutivo es recular – en un grado que está por verse – en disposiciones que nunca fueron en la dirección de una transformación de los legados dictatoriales de 1979. Se da así una situación paradojal: por mutuo propio, el Gobierno había puesto en el proyecto graves retrocesos y ahora, haciendo ademán de sacarlos (una parte de ellos), genera un escenario en el cual la raya para la suma diría que las cosas andan bien. Habría que agradecer incluso. Pero lo cierto es que pocos se ven felices y expectantes ante la “buena noticia”.

La verdadera buena noticia que se visulumbra en el horizonte es que en el último tiempo ha habido una revitalización de cierta orientación sindical de base que aboga por un sindicalismo sociopolítico y por la autonomía respecto a los empresarios y gobiernos de turno, que busca la construcción de lazos de solidaridad por sobre las fronteras en la empresa y se las arregla por superar el estrecho marco legal con nuevas formas de acción. La coyuntura de la reforma, como un efecto colateral, contribuyó a ampliar el diálogo horizontal y crítico de ese sindicalismo de base. Es de esperar que esa tendencia adquiera fuerza. Una cosa al parecer es clara: si las instituciones no dan el ancho, los trabajadores se servirán de otros canales de expresión y de conquista de derechos.