Por Karina Narbona, investigadora de la Fundación SOL
La felicidad se ha transformado en el tópico del siglo XXI y quienes lo han instalado son los empresarios más ricos y personas más influyentes a nivel mundial. Por primera vez en la historia, en el foro económico mundial de Davos en Suiza se dio inicio a la pregunta: ¿Cómo hacer más felices a los trabajadores? ¿Cómo encontrar, a través de la felicidad del personal, un rendimiento sin precedentes en las empresas? Y la reflexión ha continuado en Chile, en encuentros como el de Icare “Sensatez y Sentimiento”, y otras múltiples conferencias lideradas por gurús y líderes espirituales en lugares como Espacio Riesco, Casa Piedra y el Hotel Ritz.
Una de las reflexiones más consensuadas al respecto ha sido la de potenciar la vertiente psicológica y cultural en el manejo de las personas, de manera de desarrollar sus capacidades únicas y retener el talento humano por la vía subjetiva. “Las personas necesitan más que un salario para motivarse con una organización”, concluyen.
El salario emocional es uno de los tantos inventos usados para estos fines y ya está en Chile: son todos aquellos beneficios y disposiciones no monetarios/as (casas de veraneo, descuentos, masajes, medallas, chapitas, reconocimientos públicos, concursos de innovación, buzones de sugerencias, uso de léxico amigable e igualitario con los empleados, como “colaboradores”) que permiten que las personas se sientan satisfechas, establezcan un vínculo emocional con la empresa y le dediquen una lealtad a prueba de fuego, alejándose de conductas reivindicativas.
Como se recomienda: “el costo económico de esta opción es nulo o no muy alto”….y las personas a cambio entregan lo mejor de sí, internalizan la cultura de la empresa y obtienen desempeños excelentes. Negocio redondo.
No obstante, aún cuando se acierta en el diagnóstico de que se necesita más que una retribución material para ser feliz y dar significado a la vida, es importante que estas pomposas reflexiones sobre el salario emocional no desvíen la atención de una deuda que difícilmente se resolverá con “subir el ánimo”: el hecho de que a los trabajadores se los tenga con un nivel salarial que los obliga a endeudarse hasta el cuello para sobrevivir y sin posibilidades de maniobra a futuro. Como indican datos de la Asociación de Bancos e Instituciones Financieras (ABIF), de cada 100 pesos que ingresan al hogar, 63 están comprometidos en deudas, y según datos de CASEN 2009 procesados por Fundación SOL, el 69% de los asalariados del sector privado que trabaja jornada completa, gana menos de $300 mil mensuales.
Lo importante también es que con estos mecanismos no se busque pintar de rosa la experiencia de trabajo en las grandes empresas, cuando en paralelo a la entrega de beneficios se van triplicando las exigencias productivas. Efectivamente, de poco sirve el otorgamiento de masajes o mañanas deportivas, el baile entretenido o las “facilidades” para adecuar la vida familiar con la empresa, cuando el ritmo al que se somete a las personas genera intensos sufrimientos en el proceso mismo de trabajo: con salarios según metas que se incrementan constantemente, con múltiples funciones y con fórmulas de trabajo en “equipos” que promueven la competencia y presión entre los propios compañeros, conduciendo a alarmantes cuadros de estrés. A lo anterior se suma la inestabilidad psicológica y vulnerabilidad social que emanan de la flexibilidad laboral y del subempleo.
Por último, se debe considerar que lo que la empresa da como “salario emocional” lo puede quitar en cualquier momento, si no está sujeto a un contrato colectivo. Y las nuevas técnicas de implicación no dicen nada acerca de la potenciación del sindicato como interlocutor, todo lo contrario, señalan que en esta nueva era de cooperación obrero – patronal, se puede prescindir de esa institución del pasado.
¿No sería acaso más razonable preguntarle a los trabajadores, a través de sus representantes, qué los haría más felices? Sería más razonable, sí, pero también más riesgoso…
Ciertamente hay trabajadores “claves”, con alto poder de incidencia, que reciben mejores salarios – aunque se suele desestimar su alta carga laboral-, para quienes los estímulos emocionales llegan como un gratificante complemento. Pero el problema es que la combinación de poder de decisión, justicia distributiva y comodidad, es algo poco extensible a los trabajadores más periféricos, es poco funcional. Para la gran mayoría, llegan los discursos de moda sin mejoras materiales, con técnicas infantilizantes de motivación y un aceleramiento continuo de las tareas.
En resumidas cuentas, la noticia no tan novedosa es que los gestores de grandes empresa están en las nubes, juntándose en seminarios elitistas de más de $300 mil diarios para hablar de la felicidad de los trabajadores -sin tocar el tema de la repartición de las ganancias-, mientras que los trabajadores comunes y corrientes quedan marginados del debate, sin derecho a opinar sobre sus vidas y sometidos a las más delirantes especulaciones de los gurús, con experimentos en sus ambientes de trabajo. A ellos, se les dedica una broma de mal gusto.
Esta columna fue originalmente publicada en El Mostrador