Publicada en El Desconcierto el 22 de julio 2017
Por Benjamín Sáez, investigador Fundación SOL
Gran parte de los agentes del mercado esperaban esta baja calificación, que ha causado poco impacto en la actividad bursátil y en la estabilidad de la economía del país. El aspecto significativo de la noticia es más bien, la señal política enviada de cara a las elecciones presidenciales y lo que se debería esperar de un próximo gobierno, entregando un argumento más a quienes promueven una conservadora política fiscal y contención del gasto.
Buena parte de la prensa, el empresariado y las autoridades políticas y académicas han puesto el grito en el cielo, luego del recorte en la calificación de Chile por parte de la agencia Standard and Poor’s. “Balde de agua fría” [1], “llamado de alerta” [2], “mala noticia para el país” [3], “tirón de orejas” [4] y “golpe a la gestión económica” [5] han sido algunos de los calificativos que marcan el tono del debate abierto por el reciente descenso desde la categoría “calificación superior” a “sólida capacidad de pago”.
El principal argumento para la baja en la calificación se relaciona con un “modesto incremento” en la vulnerabilidad de Chile a los shock externos, debido al ciclo de bajo crecimiento experimentado en los últimos años. Esta situación ha ido presionando un aumento sostenido en el endeudamiento estatal. Para que se haga una idea, en los últimos 5 años la deuda fiscal se ha incrementado en cerca de 10 puntos porcentuales, pasando de un 11% del PIB en 2011 a un 21,3% en 2016. Se estima que durante este año, se llegará a una cifra superior al 25% del PIB [6], cifra que con todo se encuentra aún por debajo de varios países con una mayor calificación, en un contexto de crecimiento global de la deuda.
La tendencia al crecimiento de la deuda fiscal en el país, señala el informe, se encuadra en el fin del súper ciclo de los commodities a nivel internacional e impacta el nivel de endeudamiento del fisco en la medida que su capacidad de captar ingresos se encuentra íntimamente relacionada con las oscilaciones en el precio del cobre. A esto precisamente se refería Gabriel Palma al señalar que la economía chilena se balancea cual elefante sobre la tela de araña del precio del cobre [7]. Una clásica economía de enclave, en jerga de los dependentistas.
Desde esta perspectiva la baja en la calificación se alinea con el escenario regional de estancamiento, manteniendo un sitial privilegiado en relación a países vecinos. No es un dato menor que esta misma semana, el IPSA haya marcado el nivel más alto de su historia, empujado por los precios recientes del cobre, la debilidad del dolar y el impulso chino que una vez más hace reflotar las economías exportadoras de materias primas [8]. Probablemente incida también, el traspaso de cotizantes hacia el fondo A, que creció en cerca de 250 mil millones por concepto de traspaso desde otros fondos [9]; recursos destinados directamente a inversión en renta variable.
La clasificación actual de Chile en definitiva, indica una mayor susceptibilidad a los shocks externos y envía, en lo sustancial, una señal política. Gran parte de los agentes del mercado esperaban esta baja calificación, que ha causado poco impacto en la actividad bursátil y en la estabilidad de la economía del país. El aspecto significativo de la noticia es más bien, la señal política enviada de cara a las elecciones presidenciales y lo que se debería esperar de un próximo gobierno, entregando un argumento más a quienes promueven una conservadora política fiscal y contención del gasto. En este ámbito, la baja calificación sin duda llega en un momento oportuno, condicionando las posibilidades de un debate presidencial que ya se ha visto significativamente restringido [10]. Los dramáticos adjetivos con que se recibe la noticia son por tanto -más que una respuesta a un problema inmediato- un juego de expectativas y un pie forzado sobre el deber ser del manejo fiscal [11].
A pesar de esta clara dimensión normativa, escasa atención se ha prestado al rol jugado por las empresas calificadoras de riesgo, como S&P, en un contexto de financiarización de la economía [12]. Estas aparecen investidas de una autoridad incuestionable, tapando con un dedo las tremendas contradicciones que han quedado a la vista en estos 10 años de idas y venidas de una crisis que opacó los alcances del recordado crack del 29.
Conviene considerar en este sentido, que la propia Standard and Poor’s jugó un papel protagónico en la securitización de las hipotecas subprime y sus derivados (CDOs), calificados como atractivos instrumentos de inversión de tipo AAA [13]. No por casualidad, S&P pagó 1,4 billones de dólares en un acuerdo con las autoridades estadounidenses, para evitar un juicio bajo la acusación de inflar conscientemente la calificación de este tipo de créditos, conocidos coloquialmente como “créditos basura” [14].
Como señala el reporte de la comisión investigadora de la crisis en Estados Unidos, el rol de las calificadoras de riesgo en el proceso de securitización fue fundamental para desligar a las instituciones prestatarias de la tarea de evaluar a las personas solicitantes de créditos, aportando el respaldo de un ente externo e independiente sobre personas sin historial alguno en su solvencia de pago. La securitización permitía así, traducir la enorme complejidad de los derivados financieros en una calificación simple, que movilizó importantes ganancias no sólo para bancos e instituciones calificadoras, sino también para Wall Street, invisibilizando al mismo tiempo las bases materiales de esta economía política de la desposesión que terminó con uno de los rescates financieros más grandes de la historia, la pérdida de millones de empleos en el mundo, embargos en diversas latitudes y un largo etcétera [15].
En el actual escenario de financiarización de la economía no se puede desconocer el activo rol político de diversas instituciones reguladoras y calificadoras, así como la gravitación de las relaciones de fuerza e intercambio a nivel internacional. Hoy en nuestro país se presentan un conjunto de problemáticas sustantivas en este sentido: aspectos como la entrada del sistema bancario chileno en los marcos del acuerdo de Basilea III [16] y la necesidad de capitalización de la banca; la ralentización del mercado inmobiliario y la posibilidad de que las AFP inviertan en este negocio; el debate sobre el financiamiento de la educación superior mediante créditos; la contención de salarios y la importancia del crédito en el consumo interno; la reforma al sistema de AFP que concentra activos equivalentes al 75% del PIB, etcétera.
La comparsa institucional del capital adquiere en estas problemáticas un rol protagónico. Urge desarrollar un contrapeso significativo en términos de disputa sobre el control del sistema financiero, que aparece hoy como un espacio privilegiado de acumulación y desposesión. Mientras tanto, agentes como S&P, con una impunidad total podrán seguir tirando líneas a diestra y siniestra, como si la crisis subprime jamás hubiese ocurrido, como si no fueran parte interesada en fomentar el negocio del despojo. Por supuesto, en las costas provincianas de Chile la autoridad de este tipo de instituciones carece de cuestionamientos, marcando el pulso del debate. Así, los flujos del gran capital continúan su curso incólumes, mientras por estos lados, los encargados de la sucursal siguen poniendo el grito en el cielo.