Por Valentina Doniez/Investigadora de Fundación SOL
La reacción de ex autoridades de Carabineros y políticos de la Coalición por el Cambio frente a las protestas recientes han sido brutales, llamando a usar todo el rigor de la ley contra los manifestantes y mostrando preocupación por el anuncio del Ministro del Interior sobre el no uso de bombas lacrimógenas.
Es que tienen tanto miedo del “lumpen que destroza la propiedad privada” que les importa un comino que exista más gente: el derecho a la propiedad es mayor que nuestro derecho a manifestarnos.
Quienes estiman que se debe usar toda la fuerza represiva contra las manifestaciones no deben saber, porque nunca han estado ahí, que ésta comienza generalmente sin mediar enfrentamiento, cuando la masa esta inerme. No es una respuesta a la barbarie organizada y armada. Quienes suelen lanzar piedras, por ejemplo, representan un grupo pequeño que son aplaudidos cuando atacan a los carros cuando ya ha comenzado la violencia policial, pero que son muchas veces detenidos y abucheados si destrozan sin razón aparente. Sí, hay control social en las marchas.
Estos hechos no son nuevos, y podría decirse que se sigue una línea de criminalización de la protesta que se dio también en el período de los gobiernos de la Concertación.
Lo que ocurre en nuestro país, y que no será una novedad para muchos, es que vivimos en una democracia a medias. Aquí uno es ciudadano por las urnas, pero si protesta, si disiente, si osa utilizar el espacio público, tendrá toda la “fuerza del orden” encima. No estamos hablando aquí necesariamente de los “encapuchados”, estamos hablando de gente como usted, como yo, trabajadores, estudiantes, deudores habitacionales, jefes y jefas de hogar.
Es preocupante nuestra democracia de papel que no tolera la disidencia y donde todo lo que huela a manifestación es considerado un atentado al orden público.
No podemos vivir así, con ese miedo a que el otro manifieste su opinión.
Este miedo está en la base de la forma en que nuestra sociedad comprende las relaciones laborales, anulando absolutamente el conflicto y los intereses contrapuestos. Y es que esa represión que se vive a nivel general la viven los trabajadores cotidianamente.
Aquí la huelga, un derecho fundamental de los trabajadores reconocido vehementemente por la OIT, no tiene cabida. Primero, es duramente criminalizada por los medios de comunicación quienes, tal como ocurre con otro tipo de manifestaciones, sólo se interesan en mostrar cuando ésta se encuentra fuera de control y se generan destrozos.
Es como decir, “miren, ven que es malo hacer huelgas porque la gente no es pacífica”. No se dan cuenta que eso ha generado un incentivo perverso en que los mismos trabajadores se dan cuenta que sólo haciendo destrozos o desafiando a la ley podrán dar visibilidad a sus demandas.
Por otro lado, la huelga es fuertemente combatida por los empresarios quienes suelen tener duras represalias contra los participantes de estos movimientos. Esto a veces repercute en los trabajadores quienes no tienen más que agachar la cabeza por temor a perder el empleo.
Pero no son todos, porque siguen habiendo algunos trabajadores que no se callan y siguen peleando por su dignidad, sabiendo que sus demandas son justas. A modo de ejemplo, y a pesar de las dificultades, el 2 de mayo los sindicatos de las empresas Cerecita y Bottai comenzaron una huelga, al igual que Transportes Klenner, quienes llevan 23 días.
En nuestro Código del Trabajo existe una perversa visión de la huelga que la deja impotente: el artículo 381 comienza con la frase “Estará prohibido el reemplazo de trabajadores en huelga” pero acto seguido señala que se permite si el empleador ofrece un pago de 4 UF. Prohibición de papel, genial innovación de la reforma laboral del 2001, que en la práctica significa que la huelga como fuerza de los trabajadores para paralizar las labores no vale. Además, se permite que los trabajadores desde el día 15 vayan descolgándose, dentro de otros artículos que desnaturalizan absolutamente este derecho.
Y es que es difícil no disentir, no querer salir a marchar, porque hay demasiada irritación por la violencia que nos rodea. No es la violencia de quien rompe una señalética, ni siquiera es la violencia de la policía que reprime, es la violencia diaria de la desigualdad, del sueldo mínimo de $172.000, de la ausencia de derechos como la huelga, de las deudas, del control excesivo de los grandes grupos económicos, en fin, de la falta de libertad.
Por esto deberíamos seguir saliendo a la calle, ocupando el espacio que nos pertenece, disputando efectivamente el derecho a manifestarnos sin ser tildados de criminales.
Columna publicada en RadioBíoBío.cl