Las recientes movilizaciones, que ya van a cumplir cerca de 6 meses, han puesto en cuestión las prácticas que constituyen un sistema democrático y los derechos que van asociados.
Difícilmente encontremos a alguien que se niegue explícitamente a las formas de democráticas de gobierno ya que, con la sombra de los regímenes totalitarios durante el siglo XX y las miles de muertes que dejaron, existe una aversión a la concentración absoluta del poder. De todas formas, debemos reconocer que existen y cohabitan diversas maneras de comprender lo que significa un sistema democrático, las cuales se encuentran en pugna.
Para algunos, existe la idea de que los ciudadanos solo votan por sus representantes y éstos tienen que conducir según mejor les parezca: “Se confía el mando a una sola cabeza”. Según esta noción, que se encuentra principalmente en grupos de la derecha que bien podrían calificarse de “ultra”, el gobierno de muchos se convierte fácilmente en el gobierno de pocos.
Si bien asistimos hoy a una mayor difusión del concepto de democracia en Chile, podemos afirmar que éste apenas ha tocado al mundo de la empresa y la organización económica. En este nivel se ha implantado un modelo totalmente autoritario y a nadie parece importarle demasiado. La visión antes descrita podría explicar en parte esta situación.
Pero la practica sugiere que esto sí es problemático. Algo nos debería decir el hecho de que todos los países denominados desarrollados tienen relaciones laborales que apuntan a la democracia, en diversas versiones. De hecho, la OCDE ha señalado en numerosas oportunidades, que Chile debe revisar su normativa relativa a la negociación colectiva y la huelga, por considerarla deficitaria en cuanto al rol que debiera cumplir el democratizar los espacios del trabajo.
El origen de esta perspectiva podríamos situarla en un grupo de economistas norteamericanos de comienzos de siglo que adscribieron a una corriente denominada “institucionalista”. Thorstein Veblen y John Commons son algunos de los principales exponentes. Sus análisis, que lograron gran relevancia a nivel político durante la primera mitad del siglo XX, se oponían a la visión neoclásica puesto que incorporaban las instituciones sociales. Para ellos el objetivo de la actividad económica debía ser el proveer el máximo de oportunidades para el crecimiento y desarrollo humano, y es en base a esta definición que estudian los fenómenos de la economía.
Uno de sus planteamientos más interesantes dentro del mundo del trabajo es su concepto de “democracia industrial”, en la cual los sindicatos son fundamentales y donde la negociación colectiva pasaría a ser una especie de “parlamento” en que los distintos actores establecerían los marcos normativos que regirían las relaciones en el trabajo. Este concepto se basa en argumentos de carácter normativo (la democracia como mejor sistema para vivir), pero también en argumentos económicos ya que aportaría mayor eficiencia y productividad. Por el contrario, el autoritarismo conlleva resultados negativos tanto en lo económico como en lo no económico: sueldos que no permiten la reproducción del trabajador, aumento de muertes y accidentes, etc.
Según estos autores, la democracia industrial se basa en 4 ejes: a) Representación de los intereses colectivos de los trabajadores y participación en la definición de las reglas de trabajo; b) Respeto mutuo de las normas acordadas de manera participativa; c) Disposición de un procedimiento imparcial para juzgar la aplicación de normas; y d) Existencia de un razonable equilibrio de poder entre las partes.
Cabe señalar que no se trata de autores revolucionarios ni que quisieran poner en jaque al sistema económico capitalista sino todo lo contrario, buscaban construir un modelo que fuera más viable.
Más allá de si uno comparte esta perspectiva sobre el modelo económico, cabe hacerse la pregunta sobre nuestra realidad. En Chile, el poder del empleador es plenipotenciario e intocable, resguardado potentemente por el Código del Trabajo y por la Constitución Política del Estado: la venerada “libertad de empresa”. Tiene la posibilidad de organizar como se le plazca sus empresas, dividiéndolas según su conveniencia y muchas veces en desmedro de sus trabajadores. En la negociación colectiva existe un amplio conjunto de temas que son “facultades de administración” a las que el empresario no puede renunciar y por ende no son discutibles. Además, extiende los beneficios de la negociación a quien él decida.
Muchos modelos de gerencia de recursos humanos se plantean, de manera explícita o implícita, la superación de los sindicatos. En algunos casos se trata de modelos donde se les hace la guerra a aquellos trabajadores que buscan organizarse. En otros, la empresa busca “ganarse” a los trabajadores mediante diversas estrategias, por ejemplo, la entrega de ciertos beneficios, pero siempre individualizando las relaciones. Se vende la idea de que la existencia del sindicato es el fracaso de la gestión empresarial, puesto que éste incorporaría un interés contrapuesto al de la empresa.
Todo esto nos delinea una figura muy acostumbrada a concentrar todo el poder y que se ha prestado para múltiples abusos que han sido conocidos en el último tiempo. Incluso la Ministra Matthei, sorprendida como ha estado casi todo el año, ha dicho en varias ocasiones que sin sindicatos fuertes el país no será desarrollado, pero ¿qué significa eso?
Como lo podemos interpretar, siguiendo a los autores reseñados, lo que debe ocurrir es que se empodere efectivamente a los sindicatos, dándoles mayor poder para definir cuestiones en la empresa. La palabra clave es poder: sin poder no hay negociación efectiva.
Seguramente muchos pegarán el grito en el cielo hablando de los peligros del monopolio sindical y de los males de los dirigentes politizados y flojos. Bueno, obviamente una transformación radical del modelo de relaciones laborales debería implicar un giro en las mismas organizaciones sindicales haciendo carne las demandas por democratización de los espacios.
Publicada originalmente en elquintopoder