Publicada en El Mostrador el 28 de marzo 2014
Por Carla Brega, investigadora Fundación SOL
El trabajo mediático que ha puesto en escena la oposición, ha creado la ilusión de que la reforma es en efecto un gran cambio al sistema tributario, cuando en realidad mantiene grandes elementos de continuidad con el anterior. La eliminación del FUT –dispositivo contable creado en 1984 y que no tiene equivalente en el mundo– es tan sólo la erradicación de un mecanismo vergonzoso de acumulación (a partir del año tributario 2018, por supuesto).
A una semana de la aprobación en la Cámara Baja del artículo primero de la Reforma Tributaria, la Presidenta Bachelet, en su primera cuenta pública del 21 de mayo, volvió a resaltar esta reforma como una de las transformaciones fundamentales para enfrentar la desigualdad. El artículo aprobado (junto a algunos artículos transitorios) incluye el término del Fondo de Utilidades Tributables (FUT), el aumento de impuestos a las empresas del actual 20% a un 25%, la disminución de la tasa de impuestos a las personas en el tramo máximo de ingresos desde un 40% a un 35%, y algunas medidas antielusión y antievasión, entre otros puntos.
Es claro que el oficialismo, ante las numerosas críticas de una derecha escandalizada por sus medidas, se ha visto en la necesidad de reiterar la importancia del proyecto de reforma tributaria propuesto para financiar el programa de gobierno, con iniciativas comunicacionales de todo tipo. Ahora bien, parece ser que el trabajo mediático que ha puesto en escena la oposición, ha creado la ilusión de que la reforma es en efecto un gran cambio al sistema tributario, cuando en realidad mantiene grandes elementos de continuidad con el anterior. La eliminación del FUT –dispositivo contable creado en 1984 y que no tiene equivalente en el mundo– es tan sólo la erradicación de un mecanismo vergonzoso de acumulación (a partir del año tributario 2018, por supuesto).
El FUT, que permite a los empresarios pagar impuestos sólo por las ganancias retiradas de la empresa, quedará eliminado y la tributación se calculará sobre la base de las ganancias “devengadas” (total de utilidades obtenido). Sin embargo, con los datos disponibles en el Servicio de Impuestos Internos (SII), vemos que a 2013 se acumulan 276 mil millones de dólares en ganancias que no han tributado, y aún quedan cuatro años para acumular. Como ya se ha dicho, el “FUT histórico” no se toca y poco se habla de cuánto les ha restado eso a las recaudaciones del fisco en los últimos 30 años.
Pese a la eliminación de este burdo mecanismo, el aspecto más problemático del sistema tributario en su conjunto, no se modifica: el Sistema Integrado de Impuestos a la Renta. Este sistema se instaló bajo el precepto de “evitar la doble tributación”, estableciendo que en la práctica las empresas no paguen impuestos, puesto que el 20% que hoy grava a estas entidades no es de beneficio fiscal, ni lo será a partir de 2018 con las reformas. Aunque el impuesto a las empresas aumente a un 25%, no será utilizado en gasto público, pues al permanecer intacto el Sistema Integrado de Impuestos, los tributos continuarán siendo de beneficio para los dueños de las empresas en forma de crédito tributario. Este crédito actúa como un prepago de los impuestos personales de los dueños: establece que lo tributado por cada empresa (con la reforma, sobre las ganancias devengadas) será retenido para luego cubrir los impuestos personales de los dueños (socios o accionistas) de cada entidad.
Con o sin FUT, el sistema tributario seguirá favoreciendo a los grandes capitales, seguirá avalando la figura del empresario como un benefactor (que da trabajo y toma riesgos), sin poner en la palestra el sistema productivo del país, queriendo olvidar –para su conveniencia– que el trabajo es la única fuente de riqueza. El “corazón de la reforma”, que ya fue aprobado por los diputados, no apunta al “corazón” del sistema tributario heredado de la dictadura.
A todo esto se suma que la rebaja de la tasa de impuesto marginal máxima (tasa de impuesto a las personas) a un 35%, beneficia nuevamente a los más ricos, es decir, a aquellas personas que imponen por ingresos mayores a $6.270.150 mensuales. Este cambio responde, según señala el Gobierno, a la necesidad de acortar la brecha entre el impuesto a las personas y el impuesto a las empresas, pero, ¿por qué? Simplemente porque en Chile las ganancias del capital (ganancias de las empresas), salvo excepciones, pueden ser consideradas renta normal y, por tanto, afectas al impuesto de segunda categoría, lo que quiere decir que pueden tributar como impuesto al trabajo y no como impuesto al capital.
La reducción de la brecha entre los impuestos de primera y segunda categoría pretende terminar con la creación de las llamadas “empresas de papel”, formadas para el retiro de utilidades afectas a una tasa de impuesto menor (esto ya no sería tan conveniente). Sin embargo, sin una rigurosa fiscalización en materia tributaria, evitar la elusión por este medio parece difícil de cumplir. Hoy es posible crear firmas en 24 horas y el número de empresas ha aumentado sostenidamente durante los últimos años (incluso, según los datos del SII, las empresas sin ventas alcanzaron en 2012 un 14% del total).
Por otro lado, la reforma no contempla modificaciones al Impuesto a la Minería, lo que quiere decir que el tributo que pagan las empresas mineras seguirá recayendo sobre sus ganancias (fáciles de maniobrar mediante contabilidad para presentarse como menores) y no sobre sus ventas. Es decir, sin ser un verdadero royalty minero y, lo que es más grave aún, sin entrar en absoluto en la discusión de la nacionalización de los recursos naturales del país. De este modo, el cobre, la “gran riqueza de Chile”, contribuye con un 1,3% (por Impuesto Especial a la Minería) a la recaudación nacional de impuestos, mientras que el Impuesto al Valor Agregado (IVA) –ese 19% que paga cada persona al consumir bienes o servicios– aporta un 48,6% a la recaudación. Pero es claro que sobre el IVA tampoco hay modificaciones, manteniéndose como el principal mecanismo de recaudación, sin siquiera una disminución sobre los bienes de primera necesidad o un más alto gravamen a los bienes suntuarios (de lujo).
Esto determina que la estructura tributaria siga siendo regresiva (donde los que tienen más pagan menos): dado que las familias con menores ingresos destinan la mayor parte de estos al consumo y no al ahorro, serán ellas las que, en proporción, seguirán pagando más impuestos que las familias con más ingresos. Si realmente se quisiera que los ricos paguen más, deberíamos empezar a hablar de un tributo de naturaleza personal y directa que grave el patrimonio neto de los contribuyentes, es decir, un impuesto al patrimonio acumulado o impuesto a la riqueza.
De este modo, el aumento de la recaudación impositiva que propone la reforma no asegura que los que más ganan paguen más impuestos que los que menos ganan, simplemente, esta reforma hará que paguen un poco más de impuestos que antes.
El revuelo que la oposición ha levantado contra la reforma y el esfuerzo que el oficialismo ha hecho para defenderla, ha creado el espejismo de que ésta constituye un cambio radical en el avance hacia un país igualitario. Pero la idea de que una reforma tributaria es el camino para acabar con la desigualdad es irrisoria, porque el salario, forma primaria de la distribución de la riqueza, no depende de la estructura impositiva de un país.
Los sistemas tributarios, como parte de la acción fiscal, cumplen la función de recaudar los ingresos que vienen por la vía de la tributación. En este sentido y desde un punto de vista histórico concreto, los sistemas impositivos son un mecanismo de recaudación de impuestos y de “redistribución”, pero no un espacio de disputa por la distribución del ingreso en el punto exacto donde se genera el valor, que opera a nivel de las relaciones directas entre el capital y el trabajo. Es decir, en el espacio de la producción, que permite poner en cuestión quién se apropia de los frutos del trabajo.