Publicada en El Mostrador el 17 de septiembre 2015
Por Valentina Doniez, investigadora Fundación SOL
La discusión de las medidas técnicas debería estar supeditada a una cuestión más fundamental, que el Gobierno no ha respondido: ¿estamos dispuestos a que el sindicato sea realmente un contrapeso al empresario o no? Hasta hoy, las palabras sobre equilibrar las relaciones laborales y fortalecer el sindicalismo quedan absolutamente vacías.
Nadie parece satisfecho con la Reforma Laboral, salvo el Gobierno y ahora los gremios Pyme que negociaron para eludir sus principales disposiciones. Hace algunos días el Ejecutivo presentó indicaciones al proyecto y nuevamente los gremios empresariales acusaron que se profundizan los aspectos negativos de la reforma, mientras que, por otro lado, los dirigentes sindicales mantuvieron su crítica en varios puntos.
Y es que este proyecto parece ser más controversial que la Reforma Tributaria, lo que se entiende dado que modifica una parte del Derecho del Trabajo muy sensible: el poder que institucionalmente se les reconoce a trabajadores y empleadores. Por ende, es difícil negar el componente político de las opiniones de los distintos lados, a pesar de que algunos se esfuercen por “invisibilizarlo”.
El Gobierno ha jugado un rol continuista en esta materia y, aunque se plantee con discursos supuestamente radicales (“esta reforma es histórica para los trabajadores” o “cumplimos con el objetivo de emparejar la cancha”), no ha tenido la claridad para defender un proyecto que cumpla con su promesa de fortalecer a las organizaciones sindicales.
Antes que eso ha querido jugar al empate: una ganada para los trabajadores y una para los empresarios. Como resultado, tenemos un proyecto que no sirve de manera sustantiva a los trabajadores y ni siquiera logra rasguñar al Plan Laboral de la dictadura.
Hay muchos temas de desencuentro, pero quizás el que más atención ha generado es el del fin del reemplazo de trabajadores en huelga para lograr que sea “efectiva”. Pero el Gobierno y la Nueva Mayoría parece que nunca estuvieron convencidos de que la huelga fuera un Derecho Fundamental de los trabajadores, porque no defendieron bien este punto.
Planteada como gran titular al inicio del proceso, se desdibujó al conocerse los primeros atisbos de limitaciones: la exigencia de servicios mínimos universales y la prohibición de reemplazar solamente “puestos de trabajo”.
Luego, los técnicos empresariales y algunos de la Nueva Mayoría hicieron campaña en los principales diarios para encontrar una fórmula que minara la prohibición de reemplazo de trabajadores en huelga. Su gran argumento es que si en la mayoría de los países OCDE –según sus cálculos– se permite dicha práctica, deberíamos estar discutiendo sobre aspectos formales de su aplicación y no su legitimidad, que ya se da por supuesta.
Por el contrario, otros académicos expertos en temas laborales contestaron planteando la necesidad de analizar medidas específicas como esta dentro del contexto más general de los modelos de negociación colectiva y la fuerza de los actores. A partir de esta reflexión, caben algunos comentarios.
En primer lugar, salvo en EE.UU., donde el reemplazo está señalado en la ley, en el resto de países se suele normar de formas distintas, por lo que su eficacia práctica también difiere. Eso quiere decir que, al estar normado por casos judiciales o los contratos vigentes, puede que ocurra en ciertos casos y en otros no. Incluso, en los países nórdicos como Dinamarca y Finlandia, donde no hay disposiciones legales sobre la materia, se considera una práctica indeseable y condenable socialmente. Esto impacta también en casos como el alemán, donde el remplazo es voluntario y el trabajador se puede negar. Esto otorga otro sentido a la fuerza y legitimidad de los sindicatos.
Por otro lado, varios de los países que se utilizan de “ejemplo” EE.UU., Australia, Nueva Zelanda, Inglaterra o Japón, tienen modelos de relaciones laborales que se parecen mucho al caso chileno en el sentido de limitar los derechos de los trabajadores (con negociación y sindicalización bajas) y de fortalecer el derecho del empleador. Por muy desarrollados que los consideremos en términos económicos, deberíamos hacer un análisis más amplio: ¿queremos usar como parámetro países que coartan las libertades de sus trabajadores?
Finalmente, no podemos omitir del análisis la fuerza o legitimidad con que cuenta el actor sindical en cada caso. Esto, puesto que el impacto de una medida de reemplazo acotada es diferente si existe un actor sindical fuerte, que actúa más allá de la empresa, o si la organización sindical es débil y tiene todo el peso de la ley encima. En el segundo caso, como en Chile, validar el reemplazo interno solo sirve para debilitar aún más a los sindicatos.
Por otro lado, cabe señalar que en varios casos internacionales citados (Bélgica, Dinamarca, España, Finlandia, Italia, entre otros) la huelga no es solo un derecho reconocido dentro de la negociación colectiva sino que los trabajadores la pueden ejercer en distintos conflictos.
La solución del Gobierno, a través de las indicaciones ingresadas al proyecto de ley en el Senado, es no permitir el reemplazo de trabajadores por la vía externa, pero dejar una ventana (no explícita) al reemplazo de las funciones por la vía interna. Esto se hace agregando que la huelga “no afectará la libertad de trabajo” de los no huelguistas, quienes continuarán laborando y el empleador hará “las adecuaciones necesarias” para esto (modificaciones a los artículos 347 y 407 del proyecto).
Alejándonos, entonces, de la falsa dicotomía sobre los argumentos técnicos y los argumentos ideológicos, sería mejor ir directamente a lo que nos enfrenta en el fondo.
Si bien los empresarios lo lamentan y lo reconocen en su mínima expresión, la organización sindical es ampliamente validada por el resto de los actores, quienes no solo le reconocen la posibilidad de existencia (cómo no, en una sociedad dicha democrática) sino que reconocen su lugar para contrarrestar el poder omnisciente de los empresarios, para favorecer mejores condiciones de trabajo y una participación más fuerte de los trabajadores en la economía y en la sociedad, entre otras. Aquí hay dos posiciones, pero con distinta validación social.
Asociados al sindicato están los derechos colectivos de la libertad sindical: su capacidad de actuar a través de la negociación colectiva y la huelga. En términos conceptuales, la huelga se trata de un mecanismo de presión de los trabajadores que supone una disrupción del proceso productivo normal. Supone, entonces, hacer sentir la falta de los trabajadores en la empresa.
Suponiendo que reconocemos el principio que hemos argüido respecto de qué es una huelga, y siguiendo los principios generales de la OIT, solo en casos excepcionales se permiten limitaciones a este derecho y, por ende, se contrapone a la idea de servicios mínimos universales y del reemplazo.
Por esto, la discusión de las medidas técnicas debería estar supeditada a una cuestión más fundamental, que el Gobierno no ha respondido: ¿estamos dispuestos a que el sindicato sea realmente un contrapeso al empresario o no? Hasta hoy, las palabras sobre equilibrar las relaciones laborales y fortalecer el sindicalismo quedan absolutamente vacías.