Columna publicada por CIPER Chile el 21 de marzo de 2019.
Por Marco Kremerman, investigador en Fundación SOL.
Esta es la primera columna de una serie del economista Marco Kremerman (Fundación Sol), sobre el proyecto de reforma de pensiones en discusión. Aquí sostiene que los fundamentos del proyecto están equivocados, pues no considera las exiguas pensiones como un urgente drama humanitario que asfixia a los más vulnerables, sino como un problema de “expectativas” incumplidas, gatillado por cotizaciones insuficientes, una mayor esperanza de vida y las condiciones de la economía. Una verdadera reforma, dice, “debe establecer estándares mínimos bajo los cuales no puede quedar ninguna persona (…) que permitan a los cotizantes mantener su calidad de vida en relación a la que tenían cuando trabajaban”. El paso previo: admitir el fracaso del sistema basado en cuentas individuales administradas por AFP. Aquí expone las cifras que avalan su postura.
El Sistema de Pensiones se ha transformado en uno de los principales problemas para el sistema político chileno. Al comenzar el siglo XXI y luego de cumplirse 20 años de funcionamiento del sistema de AFP, los gobiernos de turno comenzaron a realizar algunas reformas paramétricas (creación de los Multifondos el 2002) y asistenciales (creación del Pilar Solidario el 2008). Además, se ha convocado a dos comisiones asesoras presidenciales para proponer reformas (lideradas por Mario Marcel en el primer gobierno de Bachelet y David Bravo en su segunda administración); y luego de varias marchas masivas bajo el llamado NO+AFP, convocadas por la Coordinadora Nacional de Trabajadores y Trabajadoras, a partir de 2016 se presentaron proyectos de ley para intentar hacer frente a una exigencia material que sobrepasa las convicciones y los particulares ritmos de las coaliciones políticas que han gobernado Chile desde 1990.
En 2017, al final de su segunda administración, la entonces presidenta Michelle Bachelet, presentó un proyecto de ley (que no estaba en su programa, pero que la presión social, como siempre ha pasado en la historia, obligó a poner sobre la mesa) que, por primera vez desde 1980, propuso agregar un componente colectivo -basado en los principios de la seguridad social- al sistema de pensiones contributivo. Se proponía, entre otras medidas, aumentar la tasa de cotización en 5 puntos porcentuales, dos de los cuales serían administrados bajo la lógica del ahorro colectivo y del reparto. Esa lógica está presente completa o parcialmente en los esquemas de pensiones del 95% de los países del mundo.
De esta forma, el sistema de pensiones chileno por fin podría ser mixto, aunque hegemónicamente de cuentas individuales (un sistema mixto “a la chilena”), ya que sólo el 13% (2 de los 15 puntos porcentuales) de la cotización total sería administrado bajo el paradigma de la seguridad social. El corazón del sistema seguirían siendo las cuentas individuales de las AFP. Este proyecto de ley permitía mejorar las pensiones actuales en un 20%, y demostraba que un sistema que no considera la solidaridad intergeneracional tendrá muy poco impacto. A pesar de proponer solo ese pequeño cambio, el proyecto no prosperó.
Cambió el gobierno, cambió la coalición política en el poder y se presentó al país una nueva reforma previsional.
El domingo 28 de octubre de 2018, por cadena nacional, el Presidente Sebastián Piñera explicó los pilares fundamentales de la reforma al sistema de pensiones que espera comenzar a ejecutar durante su mandato. Junto al proyecto de ley, el Ejecutivo ingresó dos informes cuyo objetivo es dar sustento técnico a los cambios presentados: un Informe Financiero, para medir el impacto fiscal de las medidas (más una Minuta Técnica para establecer los efectos de la reforma sobre el Fondo de Reserva de Pensiones y un Informe de Sustentabilidad de los Fondos de Cesantía); y un Informe de Productividad que mide los efectos de la reforma en distintas variables macroeconómicas, tales como crecimiento económico (PIB), empleo formal, salarios, ahorro e inversión.
En su capítulo II (Fundamentos de la Iniciativa), ese proyecto de ley establece:
“El sistema de pensiones está entregando pensiones de vejez por debajo de las expectativas de parte importante de la población. En particular, los más vulnerables, la clase media y las mujeres no están recibiendo del sistema de pensiones lo que esperan de él. Esta situación se explica principalmente por una baja densidad de cotizaciones durante la vida laboral; por la mayor expectativa de vida de quienes llegan a la edad de pensión, lo que obliga a financiar más años de pensión; y por una caída en las tasas de retorno de largo plazo, tanto durante el período de acumulación, como en los años de retiro”.
A partir de estos dos párrafos se puede concluir que el proyecto omite que el nivel de pensiones que recibe la mayoría de los actuales jubilados no les permite satisfacer sus necesidades básicas. Y por tanto, no se trata de un problema de “expectativas”, sino de sobrevivencia: una urgencia social y humanitaria.
Por la misma razón, no corresponde culpar a los trabajadores y trabajadoras porque no cotizaron lo suficiente, o porque viven más años o responsabilizar a las condiciones externas de una economía mundial que ya no permite obtener tasas de retornos como en la década de los 80′ o los 90′.
El gran problema es que un sistema de pensiones que descansa exclusivamente en su pilar contributivo en el paradigma de las cuentas individuales, por la forma en que fue construido está condenado a producir bajas pensiones. Y ello, porque para cumplir su objetivo -pagar pensiones que permitan vivir en el país de origen- presupone que son las personas que viven en ese país las que deben adaptarse al sistema de pensiones establecido. El enfoque debería ser al revés: un país debería definir -a través de una discusión democrática- un sistema de pensiones que se adapte a la realidad de las personas que allí viven, de tal forma que no comprometa su sobreviviencia y su ciudadanía.
En los últimos 10 años, el sistema de AFP y Compañías de Seguro ha duplicado el número de pensiones pagadas, finalizando el 2018 con más de 1,3 millones de pensiones en todas sus modalidades (vejez edad, vejez anticipada, sobrevivencia e invalidez). Hoy ya tenemos una primera generación que ha cotizado íntegramente bajo la lógica de las cuentas individuales en las AFP y prácticamente todas las personas conocen a un familiar, vecino o compañero de trabajo que está jubilado por el sistema privado. Por tanto, cualquier paso en falso que la clase política lleve a cabo para reformular el sistema, tiene mayor repercusión que hace una década y un impacto de carácter nacional y masivo.
El problema material y humanitario es evidente, ya que los resultados que ha entregado el sistema de AFP luego de casi cuatro décadas son concluyentes y desastrosos. A diciembre de 2018, el 50% de los 684 mil jubilados que recibieron una pensión de vejez por edad (la modalidad más masiva) obtuvieron menos de $151 mil ($135 mil si no se incluyera el Aporte Previsional Solidario del Estado). Incluso, en el tramo de aquellas personas que cotizaron entre 30 y 35 años, el 50% recibió una pensión menor a $296.332 (valor inferior al Salario Mínimo).
Sin embargo, la realidad de los nuevos pensionados es más crítica. El 50% de las personas que se pensionaron en 2018 a través de su ahorro y la rentabilidad conseguida por las AFP, solo lograron autofinanciar una pensión menor a $48 mil; y el 50% de las personas que cotizaron en su vida laboral entre 30 y 35 años, pudieron autofinanciar una pensión menor a $246 mil, lo que equivale a 82% del Salario Mínimo. El costo de vida sube en el país y las pensiones bajan.
La tasa de reemplazo mediana para las personas que se jubilaron durante la última década es de 20% sin subsidios del Estado. Es decir, si solo se considera el ahorro de los pensionados y la rentabilidad que consiguen las AFP con esos fondos, el 50% de los pensionados obtiene menos del 20% de su último salario. La tasa de reemplazo sube a 40% con el Aporte Previsional Solidario, situándose muy lejos de la promesa inicial que se realizó en los ‘80, en el inicio del sistema, que proyectó tasas de reemplazo entre 70% y 80%.
Ante tal panorama, cualquier reforma al sistema de pensiones que se lleve a cabo en los próximos años y que realmente busque resolver este problema humanitario, debe entregar una ruta de corto, mediano y largo plazo al país. Esa ruta debe establecer estándares mínimos bajo los cuales no puede quedar ninguna persona que ya se ha pensionado o que lo haga en el futuro, para no afectar ni su sobrevivencia ni su ciudadanía. Al mismo tiempo, tal reforma debe poder asegurar tasas de reemplazo que permitan a los cotizantes mantener su calidad de vida en relación a la que tenían cuando trabajaban remuneradamente.
Al analizar los principales ejes del proyecto de ley para reformar el sistema de pensiones propuesto por el gobierno del Presidente Sebastián Piñera, se puede concluir que el objetivo expresado en el párrafo anterior no se cumple. De no mediar cambios profundos, la crisis previsional se acentuará. Esto será explicado en detalle en las próximas columnas.