Por Marco Kremerman/Investigador Fundación SOL
Este año el proceso de reajuste del salario mínimo alcanzó connotaciones históricas, ya que por primera vez no hubo acuerdo en la Cámara de Diputados y el Senado y se tuvo que recurrir a un veto presidencial para salvar el reajuste.
Lamentablemente para los trabajadores, el monto del reajuste no hizo historia. De $172 mil se pasó a $182 mil, o sea, $10 mil al mes o $330 al día. En términos reales esto significó un aumento de 2,4%, cifra que se sitúa levemente por arriba del promedio de la administración pasada (2,1%), pero por debajo del promedio de los últimos 20 años (3,5%). No se considera el reajuste real de 1990, que fue de 60%, ya que era imperioso aumentar el sueldo mínimo escandalosamente bajo que se había heredado de la dictadura.
Dando argumentos del lejano oeste para infundir temor entre los trabajadores sobre endeudados, el Gobierno se cuadró con su última oferta (igual que un empresario en un proceso de negociación colectiva) de $182 mil y argumentó a través de sus parlamentarios, ministros, empresarios y centros de estudio, que el reajuste ofrecido ya era bastante alto y pasar de este umbral podría traer consecuencias nefastas en el empleo, principalmente en la pequeña empresa, jóvenes y mujeres.
Lamentablemente, del otro lado (¿Concertación?, organización de trabajadores) no había la suficiente fuerza y preparación para hacer frente a este set de argumentos del terror que, tal como ha demostrado Fundación SOL en sus investigaciones, no tienen ningún asidero empírico contundente a nivel nacional ni internacional. En general, sólo aumentos considerables del salario mínimo, en momentos de contracción económica “podrían” generar algún efecto en el empleo. Sin embargo, todos los años, los argumentos son los mismos, siendo que de 1990 a la fecha, la economía ha decrecido sólo 2 veces (1999 y 2009). Al parecer nunca es el momento para subir los salarios.
A pesar de que hace ya casi un quinquenio que el obispo Goic colocó el tema del salario ético de $250 mil, todavía no somos capaces de ponernos de acuerdo en esta materia. De hecho, los $182 mil sólo alcanzan para cubrir un poco más del 60% de la actual línea de pobreza familiar y sólo un 29% de un umbral de satisfacción mínimo de necesidades, que nos ayuda a recordar que una familia no sólo debe comer pan y tomar té, sino que debe vestirse, movilizarse, pagar las cuentas, la salud, la educación, tener una dieta equilibrada y para los más revolucionarios, también debe recrearse.
El país de los 15 mil dólares per cápita, donde un 5% de los hogares más rico presenta un ingreso por persona de $1,7 millones, viviendo mejor que las élites de Suiza, Noruega o Luxemburgo, no es capaz de ver que más de 1 millón de trabajadores que laboran todo el día y que ganan el mínimo, son pobres y deben con mucha impotencia decirles a sus familias que este mes, nuevamente, el presupuesto no alcanza.
La clase política, que también pertenece a esta elite, una vez más no logró generar un acuerdo nacional para establecer un plan de reajuste de mediano plazo, de tal forma que el salario mínimo cumpla el objetivo para el cual fue creado: un piso que permita satisfacer las necesidades básicas de un/a trabajador/a y su familia.
No sirvió la carta al director de La Tercera del empresario Roberto Fantuzzi, ni los comentarios de Benito Baranda en Radio Cooperativa que llamaban a retomar el debate por el sueldo ético. Los políticos simplemente no estuvieron a la altura y el Gobierno se aprovechó de la fragmentación y confusión observada en las organizaciones sindicales y del desorden de una Concertación moribunda, que más allá de algunos pataleos y declaraciones por la prensa, durante julio del 2010 y julio 2011 no fue capaz de articular una propuesta que permitiera un debate nacional y simplemente llegó placé.
Y cuando no hay fuerzas políticas que equilibren la balanza, se termina “imponiendo” la agenda de una elite que lamentablemente vive en otro mundo, acostumbrada a sueldos millonarios, que sustentan un conjunto de necesidades superfluas que se transforman en el freno que bloquea los aumentos salariales, ya que no quieren compartir su torta, no quieren perder sus derechos adquiridos a punta de malas prácticas, avaricia y una institucionalidad que funciona a su medida. No quieren soltar la teta como decía el empresario Felipe Lamarca y quieren delegar vía subsidios del Estado (Ingreso Ético Familiar) la responsabilidad que les compete.
Esa elite, compuesta empresarios y por políticos de todos los colores, que quieren ganar lo más posible en el menor tiempo, que está sorda y ciega, y mostrando al mundo una bonita fachada macroeconómica y escudándose en la utopía del chorreo, ha contribuido para que millones de chilenos vivan en peores condiciones de lo que se observa en varios países africanos.
Opinan que una persona que realiza el aseo en una oficina no es productiva e incluso el salario mínimo es muy alto para lo que producen. ¿Y es que acaso un/a trabajador/a que deja una empresa reluciente no le agrega valor a la empresa?, ¿Cómo miden la famosa productividad?
No es posible que una persona que trabaje en Chile sea pobre.Debemos recuperar la dignidad, el sentido y el valor del trabajo y no llenar a la gente de subsidios. Es el momento de empezar a cambiar la historia, ya que si se mantiene el reajuste promedio para el salario mínimo observado durante los últimos 10 años, sólo en 80 años más (en el año 2090) este permitirá cubrir la línea de la pobreza. ¿No era que los pobres no podían esperar?...
Columna publicada en el sitio elquintopoder