Columna de opinión publicada en El Mostrador el 10 de abril de 2014
Por Karina Narbona, investigadora Fundación SOL
Se trata de un giro político-económico de proporciones que no se agota sólo en la adopción del monetarismo (políticas de restricción del gasto fiscal y control inflacionario), sino que “requiere del despliegue de políticas gubernamentales en muchas otras áreas” para liberar de barreras a la actividad empresarial, donde es fundamental el asalto al poder institucional de los trabajadores, en particular, a los derechos de la fuerza de trabajo organizada.
El primer experimento de formación de un Estado neoliberal se produjo en Chile tras el golpe del 11 de septiembre de 1973. Éste –en dichos de Harvey– “sirvió para proporcionar una demostración útil para apoyar el subsiguiente giro hacia el neoliberalismo, tanto en Gran Bretaña (bajo el gobierno de Thatcher) como en Estados Unidos (bajo el de Reagan), en la década de 1980. De este modo, y no por primera vez, un brutal experimento llevado a cabo en la periferia se convertía en un modelo para la formulación de políticas en el centro”.
En Chile, si bien se llevaron a cabo políticas monetaristas desde el primer momento en que las fuerzas golpistas se tomaron el poder, el período de “destrucción creativa” de las instituciones esenciales comienza con la llegada de los Chicago Boys al gobierno de facto y en especial en 1979, con las 7 modernizaciones ideadas por José Piñera. La primera modernización adoptada, por la importancia del ámbito que ataca, fue el llamado “Plan Laboral”, que reestructuró el Código del Trabajo en los derechos colectivos.
Ese asalto tendrá su aniversario número 35 este año. Se trató de una verdadera revolución laboral que condujo a la desmovilización de la fuerza de trabajo. La negociación colectiva cercada dentro de los estrechos márgenes de la empresa, sin poder concretarse en niveles mayores, fue uno de los pilares. Lo fue también el desbaratamiento del derecho a huelga (uso de rompehuelgas, entre otros), la despolitización sindical y el establecimiento del paralelismo de agrupaciones de trabajadores (sindicales y no) al interior de la empresa.
Tras 35 años de ventajosa perpetuación y remasterización del Plan Laboral de 1979, no es cuestión menor que el gobierno de turno haya reconocido una deuda con los derechos sindicales, prometiendo abordar escollos estructurales, como la existencia de grupos negociadores paralelos a los sindicatos o el reemplazo en huelga. Con todo, dos aspectos sustantivos del Plan Laboral se han mantenido en una indefinición total o parcial: no hay pronunciamiento sobre la posibilidad efectiva de negociar por sobre el nivel de empresa y no se señala cómo ni en qué medida se va a “avanzar” en el ajuste del derecho a huelga a las consideraciones del convenio 87 de la OIT respecto al reemplazo de huelguistas.
Lo anterior, sitúa a las demandas por un derecho a huelga efectivo y por la libertad de decidir en qué nivel negociar (pudiendo ser en niveles superiores) como cuestiones no agotadas y básicas para generar un contrapoder a la fuerza arrolladora del gran capital.
Dicho esto, empero, es pertinente ir más allá. Si bien sindicatos grandes, con negociaciones de alta cobertura, pueden proteger salarios, mejorar la distribución de ingresos y socavar el esquema neoliberal, no constituyen de por sí un vector de emancipación de los trabajadores de las jerarquías y apropiaciones económicas de clase. Si lo que se quiere es sacudir esa dominación de clase, a la que hace referencia David Harvey, es preciso algo más.
El mejor ejemplo de ello es que la dictadura acuñó también –aunque no llegó a concretarlo– un modelo laboral alternativo, que daba un rol central a los sindicatos ramales, pero sin cuestionar el orden clasista del trabajo. Esa historia poco conocida amerita una breve reseña.
La Junta Militar en un comienzo no tenía un proyecto político coherente, apuntaba sencillamente a la normalización de las relaciones sociales previas a la avanzada popular. Bajo este paraguas grueso de intenciones, existía un alma que pregonaba por un Estado fuerte y corporativo (abrigada en las fuerzas castrenses desde el gobierno de Ibáñez) y otra rival, neoliberal, que fue la que se hizo hegemónica.
La primera se inspiraba en los principios de las experiencias corporativas de Italia y España: el referente de un “Nuevo Estado” que mantuviese el orden social y la “unidad nacional” a través del ejercicio de un “gobierno fuerte” (controlador de la economía y de las libertades personales), intermediado por grandes cuerpos colegiados organizadores de “las fuerzas vivas” de la sociedad (capital y trabajo), que operan como canales funcionales al Estado y sin poder paralelo. Su norte era la conciliación de trabajadores y empresarios, mejorando las condiciones económicas de los primeros, pero “fijándolos” en su lugar de productores subordinados, silenciosos y eficientes, el que socialmente “les corresponde”.
En los primeros años dictatoriales esta perspectiva tuvo una acogida importante. En paralelo a la sangrienta represión de buena parte de los dirigentes sindicales, se inició un intento de cooptación e integración del ala antiallendista de los trabajadores, bajo la administración en el Ministerio del Trabajo del general de la fuerza aérea Nicanor Díaz Estrada (1974-1976). En 1975, bajo esta administración, se generó un primer borrador de ley laboral, presentado a los trabajadores, completamente distinto al Plan Laboral de Piñera: establecía el sindicato de nivel único, por rama, y fortalecía a su vez la negociación por rama, dando cabida a un minúsculo derecho a huelga.
Así, si bien se estipulaba un brazo organizado grande de los trabajadores, éste no tenía autonomía y se dirigía más bien a la sustentación de las jerarquías de clases. Esas jerarquías se mantendrían no al modo del neoliberalismo, que exacerba la fuerza del capital y utiliza para ello la individualización de la relación laboral, sino que simplemente de otro modo.
Constatar esto no significa desconocer la importancia de poder constituir sindicatos de peso, con capacidad de negociar por rama. Todo lo contrario, a 35 años del Plan Laboral, aquello se evidencia como un factor crucial para resistir el embate neoliberal y es por eso la reforma que más se elude y que más rechazan empresarios y expertos del mainstream. Pero incluso más allá de la reconstrucción de ese poder, es imperioso integrar en el debate social la cuestión del “para qué” de la fuerza sindical o el proyecto de sociedad que hay detrás, lo que implica politizarlo. Eso permitiría distinguir entre modelos institucionales que alteran la estructura de producción y van definitivamente hacia la ampliación de la democracia económica y social (hacia una democracia radical) y los que marchan en otro sentido.