Columna de opinión publicada en Ciper el 18 de abril 2018
Por Gonzalo Durán, investigador Fundación SOL
En los últimos 20 años Chile ha tenido un crecimiento económico sostenido. Se calcula que entre 1990 y 2011 el crecimiento promedio del Producto Interno Bruto (PIB) fue de 5,2%, siendo el más elevado de América Latina, el segundo mayor en los países de la OECD y dentro de los 25 más altos a nivel mundial. En compás con lo anterior, el PIB per cápita de Chile casi se ha cuadruplicado, pasando de los US$4.949 a US$17.361 en 2011. Hoy, ya existen estimaciones corregidas con datos del Censo 2012 que sitúan a Chile en el límite de los US$20 mil.
Por años, el mundo del trabajo se ha caracterizado en función de al menos dos segmentos claramente identificables. Uno, el del empleo formal, bastante relacionado con los sectores de alta productividad económica. Y otro, el del empleo informal, característico de los países de ingreso bajos y medios. Pues bien, siguiendo este marco conceptual, según la publicación de Panorama Social de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Chile es el país con mayor formalidad laboral de América Latina.
Estos datos de crecimiento económico y formalización de los empleos, dan un aparente espaldarazo al diseño institucional chileno. Sin embargo, todavía no se han problematizado lo suficiente los resultados de nuestra institucionalidad sobre el tipo de trabajo que existe: ¿Es la formalidad laboral chilena un sinónimo de empleos de calidad?
Con el retorno de los gobiernos democráticos en 1990 y luego de un período de 17 años de dictadura militar, el país comenzó un lento proceso de regulación limitada, que intentó dotar de mayor protección a un mercado del trabajo altamente liberalizado. Esto, sin cambiar en lo sustantivo el modelo normativo del Plan Laboral, impuesto durante el régimen militar. Desde entonces se mantuvo un esquema que es en sí, anti-sindical.
Los redactores de la actual legislación (un puñado de militares y civiles), tenían una visión muy peculiar de la negociación colectiva, la huelga y los sindicatos. En 2012 la Biblioteca del Congreso Nacional desclasificó las bitácoras militares donde se registraron las discusiones oficiales sobre el Plan Laboral, las llamadas «Actas del Plan Laboral». Para sus autores: «La huelga es una cosa de araucanos y no deberían existir a esta altura de la evolución«, «la negociación colectiva no es un mecanismo para distribuir ingresos«, «las organizaciones sindicales se marginan de la actividad política«, «la huelga es absolutamente imposible con la actual política económica«, «los salarios no tienen relación directa con el nivel de utilidades«.
Con el tiempo -y he ahí la importancia de las instituciones laborales, en tanto afectan la realidad- la evidencia empírica mostraría que el Plan Laboral instaurado resultó tal como se pensaba en esas discusiones de junio de 1979. Ni el tiempo, ni la vuelta a la democracia, alteraron el leitmotiv afín al alto empresariado.
En la actualidad, nuestro país tiene un sistema de relaciones colectivas de trabajo que parece no tener símil en insuficiencias a nivel comparado. Lo que en Chile se conoce como negociación colectiva, en otros países no lo es
Es así como en la actualidad, nuestro país tiene un sistema de relaciones colectivas de trabajo que parece no tener símil en insuficiencias a nivel comparado. Lo que en Chile se conoce como negociación colectiva, en otros países no lo es. Revisemos específicamente algunas de las limitantes que tiene la negociación colectiva en la escena nacional:
1) Se concibe explícitamente como un proceso no-distributivo de los ingresos.
2) Se excluye a los trabajadores con contrato de obra o faena, de temporada y contratos de aprendizaje. Se excluyen también empresas pequeñas (en el caso de negociación colectiva bajo la titularidad del sindicato).
3) Existe bi-titularidad: sindicatos y Grupos Negociadores están facultados para negociar con el empleador, lo que es un desincentivo a la acción sindical.
4) Los beneficios obtenidos por el sindicato se pueden extender a los trabajadores no sindicalizados si se les cobra el 75% de la cuota sindical, lo cual es otro desincentivo a la acción colectiva y a la organización de los trabajadores.
5) Se negocia a nivel de empresa, que es el nivel más fragmentado posible. Las reformas laborales de comienzos de los años 90 introdujeron la posibilidad de la negociación supra-empresarial sólo a voluntad del empleador (característica que la hace ser norma muy débil y de escasa recurrencia).
6) Dentro de los que negocian, hay dos sistemas: con derecho a huelga y sin derecho a huelga (un «mendigar colectivo» dirían los tribunales federales alemanes). En 2011, un 31,4% de los trabajadores involucrados en negociaciones colectivas, utilizaban el modelo sin derecho a huelga. En 1990, era un 13,7%.
7) En el caso de los que utilizan el sistema con derecho a huelga, existe un mecanismo que está orientado a permitir que las empresas eviten detener su operación. En efecto, cumpliendo con ciertas prerrogativas básicas, pueden reemplazar trabajadores desde el primer día de huelga, debiendo cancelar un monto en dinero por trabajador reemplazado al sindicato. En síntesis, el reemplazo se permite.
8) Se prohíbe que el contenido de la negociación esté relacionado con la «facultad de administrar la empresa», para impedir co-gestionar el negocio.
9) Es un sistema cerrado: los beneficios de la negociación son solo para los trabajadores suscritos en la nómina que negocia y no corre para las personas que se van integrando al sindicato con posterioridad.
En consecuencia, hoy se dispone de la peor clase de negociación colectiva y ahí, con certeza, existen relaciones causales con la desigual distribución de los ingresos. De hecho, un reciente estudio de Susan Hayter, especialista de la OIT, lo expone con claridad.
(En Chile hay) una formalidad laboral de poca monta, que hace que tener contrato no entregue mínimas garantías de estabilidad económica. Los salarios se ubican en un nivel bajo: el 50% obtiene ingresos menores a $250.000 (según CASEN). Así, la realidad que vive cualquier trabajador promedio resulta poco compatible con las altisonantes cifras de crecimiento agregado o de formalización de empleos
Cuestiones como ésta configuran un puzzle de formalidad precaria. Es decir, una formalidad laboral de poca monta, que hace que tener contrato no entregue mínimas garantías de estabilidad económica. Los salarios en Chile se ubican en un nivel bajo: el 50% obtiene ingresos menores a $250.000 (cifra oficial según CASEN). Así, la realidad que vive cualquier trabajador promedio resulta poco compatible con las altisonantes cifras de crecimiento agregado o de formalización de empleos con las que se sacan cuentas alegres.
La desigualdad ha aumentado a tal magnitud en los últimos 20 años (en un 100% si medimos la brecha entre las personas que integran el 5% más rico y el 5% más pobre, datos CASEN) que siendo casi imposible frenar su visibilización, ahora se empieza a abordar en la escena pública con algunas promesas de cambios institucionales. Pero revertir la desigualdad, necesariamente requiere preocuparse por el conflicto capital-trabajo. Ese conflicto que se evita y que no se toca con tal de no afectar la captura empresarial del valor del trabajo. De no cambiar el Plan Laboral, seguiremos adecuándonos a una creciente precariedad, hoy formal e institucionalizada, una precariedad a la «altura de la evolución».