Columna de opinión publicada en Revista La Mala el 26 de enero 2021.
Por Gonzalo Durán S. investigador Fundación SOL, Doktorand an der Unviersität Duisburg-Essen.
A grandes rasgos, el mundo del trabajo en Chile resalta por cuatro aspectos distintivos: es inestable, con problemas serios de seguridad social, plagado de bajos salarios y con altísimos desequilibrios de poder entre empleadores y trabajadores organizados.
Es inestable puesto que casi el 30% de los contratos de trabajo son a tiempo fijo, pero, además, ya que la mitad de quienes logran acceder a contratos indefinidos tienen una duración efectiva en su empleo menor a 15 meses. Tiene serios problemas en la seguridad social puesto que cerca del 30% de quienes trabajan remuneradamente lo hacen desde la informalidad, sin protección social alguna, pero, además, porque incluso quienes sí cotizan enfrentan un sistema de pensiones que no logra entregar pensiones suficientes; de hecho, si sólo se considerase el dinero de las pensiones contributivas cómo única fuente de ingreso, la tasa de pobreza para las personas de 60 años y más sería mayor a un 38%.
El tercer rasgo clave son los bajos salarios y su relación al costo de la vida. En Chile 1 de cada 2 personas con trabajo gana US$590 o menos. Dicha cifra es baja en relación al costo de vida mínimo, sobre todo considerando que en Chile la mayoría de los llamados derechos sociales (educación y salud, por ejemplo) se encuentran altamente mercantilizados y por lo tanto deben financiarse del bolsillo de las personas. Para situar esa cifra en relación a la capacidad o poder de compra, un ejercicio útil es compararla con la línea de pobreza para un hogar de 4 personas. En 2018, el valor de dicha línea era de US$636, por lo tanto, el 57 % del total de ocupados en Chile no podría sacar a una familia promedio de la pobreza (64 % en el caso de las mujeres y 52 % para los hombres). La consecuencia son los altos niveles de endeudamiento (sobre 11 millones de personas, inclusive más que la población ocupada, en un país de 18 millones de habitantes) y morosidad (casi el 30% de la población en edad de trabajar).
Foto: Fernando Lavoz @flavoz
El cuarto rasgo se refiere a los desbalances de poder entre el trabajo organizado y los empresarios. En Chile, la balanza se inclina hacia un evidente vencedor: los empresarios, quienes se favorecieron enormemente de las políticas anti sindicales perpetradas por el dictador Pinochet hacia fines de los años 70 y que luego fueron consolidadas por los gobiernos post autoritarios. La faceta más elocuente es que en Chile los sindicatos son una excepción, y, dónde los hay, éstos aparecen en forma fragmentada, en miles de pequeñas expresiones (existen casi 12 mil sindicatos) sin poder organizacional real, salvo contados casos. La negociación colectiva en Chile se ejecuta entre sindicatos que se constituyen en cada empresa e incluso en cada departamento dentro de la empresa y su contraparte empleadora. No existe legalmente la negociación colectiva por área de actividad económica, lo que impide una presión conjunta. A ello se suma el hecho de una importante y creciente participación de empresas contratistas que fragmentan aún más el territorio laboral. De este modo, casi un 90% de los asalariados no acceden a un contrato colectivo de trabajo y las decisiones en su lugar de trabajo son tomadas unilateralmente. A partir de la última década se registran experiencias de lucha sindical que han logrado romper en parte el desbalance, pero dada la enorme pulverización sindical y la dominación social a través del endeudamiento, hay una mayoría que no logra contestar la extrema explotación empresarial.
Foto: Cristóbal Saavedra @crstbl.saavedra