Publicada en El Mostrador el 2 de mayo 2011
Por Karina Narbona, investigadora Fundación SOL
El factor común es que, de manera más o menos elegante, en ambos casos la tendencia es a obtener la máxima ocupación del trabajador, intensificar los ritmos de trabajo y fragmentar los colectivos.
En el contexto del 1º de Mayo el trabajo aparece con orgullo en la palestra pública. Desde los discursos gubernamentales, se destaca generalmente la idea de que se ha avanzado mucho y que no queda más que celebrar. La ministra Von Baer declara ante la inminente fecha: “este es un día de fiesta para los trabajadores y esperamos que se celebre en un espíritu de unidad”.
A nivel de los círculos empresariales, prensa y centros de pensamiento asociados, la carga ideológica en esta materia es similar y viene dándose de manera continuada a través del año; se repite la idea de que asistimos a la llegada de la “felicidad laboral” en las empresas, de la mano de una “gerencia de recursos humanos 2.0” que permite una experiencia de trabajo renovada.
Pero toda esta alegoría lleva a preguntarnos por lo que generalmente queda fuera.
La idealización de las relaciones sociales, la promesa de la liberación, de bienestar y sensaciones nuevas es algo muy trabajado a nivel de gobiernos y de marketing. En el ámbito publicitario, es sabido que la persuasión y la seducción son armas tradicionalmente usadas para atraer al público. En los seminarios de empresas no hay tapujos para reconocer este espíritu. Movistar, por ejemplo, declara “queremos hacer de nuestros clientes nuestros fans” y Coca Cola, incitar a “vivir todos los días como si jugara Chile”, adaptando la idea de que “otro mundo es posible” a nuestro entorno local. La máquina que se echa a andar es bastante clara.
Lo que no parece tan evidente es cómo los mismos mecanismos son usados en aspectos más grises y llanos de nuestra experiencia, por ejemplo, para presentarnos al trabajo en nuestra sociedad y, especialmente, para presentarle a los trabajadores las bondades de su experiencia en las empresas.
El aparataje simbólico, no obstante, ha sido utilizado con más fuerza que nunca en el trabajo desde los años 80, cuando el manejo de la subjetividad fue descubierto por las modernas teorías de administración como clave para generar la adhesión sostenida de los trabajadores a la productividad. La preocupación por atacar las raíces del comportamiento; la psiquis y la cultura, entraron aquí en escena.
Se popularizó así la idea de “nuevas formas de organizar al trabajo” que dejan atrás al prototipo del trabajador desganado, con tareas parceladas, básicas y repetitivas, sin usar su inventiva, controlado constantemente y remunerado sólo por asistir al trabajo; y se siguió en cambio la imagen de un trabajador que actúa sintiéndose como dueño de la empresa, que despliega su liderazgo, iniciativa para la resolución de problemas, es flexible y se pone siempre la camiseta. Este trabajador del siglo XXI no se ataría a colectivos reivindicativos, como los sindicatos, obtendría su salario por resultados, sería leal y se entregaría emocionalmente a la empresa. El nuevo trabajador ya no es un “trabajador” en más, sino un “colaborador”.
Con toda esta inversión ideológica, no obstante, la “sombra” de nuestra actual organización del trabajo, socialmente destructiva, emerge en forma incontenible como malestar y sufrimiento en millones de trabajadores.
Efectivamente, desde la década del 90, en contraste con la supuesta llegada de la felicidad laboral, los suicidios en los centros de trabajo, por ejemplo en las organizaciones japonesas tan vanagloriadas, se han incrementado.
Los investigadores sindican a las políticas de gestión modernas, cuyos acelerados ritmos de trabajo, objetivos inalcanzables, individualismo, dinámicas competitivas y de constante cambio, hacen difícil sobrellevar el día a día. Mohamed Barkat, un filósofo hindú estudioso del suicidio laboral, apunta sus dardos justamente al ahogo que producen las nuevas prácticas. La presión es fuerte para estos trabajadores, aún cuando se los trate “amigablemente”.
Esto, sin olvidar que, para los trabajadores menos cualificados, de “segunda clase” o “desechables”, se suelen aplicar métodos más rudimentarios de presión e intensificación del trabajo, sin bálsamos. Los 17 mineros muertos desde el rescate de los 33, los trabajadores encerrados en las bodegas de supermercados y los conductores de bus con jornadas interminables, son algunos ejemplos en Chile de esta otra cara de la moneda.
¿Cuál es entonces la constante del trabajo hoy, con sus dos caras: la hermoseada y la descaradamente cruda?
El factor común es que, de manera más o menos elegante, en ambos casos la tendencia es a obtener la máxima ocupación del trabajador, intensificar los ritmos de trabajo y fragmentar los colectivos. El trabajador es un “recurso humano” al servicio de las ganancias y en este 1º de Mayo la realidad en Chile no ha sido distinta, dejando una densa sombra que late, que invita a romper la hipocresía y a recomponer las solidaridades.