Publicada en El Desconcierto el 31 de marzo 2014
Por Patrizio Tonelli, investigador Fundación SOL
La salud asoma como uno de los temas de la agenda de reformas que el nuevo gobierno de Bachelet quiere impulsar. Aunque no sea parte de los tres ejes de fondo del programa (reforma tributaria, educacional, constitucional), igualmente se han anunciado para los futuros cuatro años iniciativas que apuntan a fortalecer el sistema de salud pública. Esto a través de la destinación de mayores recursos e inversiones, la construcción de nueva infraestructura, la formación de nuevos especialistas, el mejoramiento de la atención primaria y la creación de fondos especiales para el financiamiento de medicamentos.
En particular, durante los primeros 100 días de gobierno destaca la voluntad de convocar a una comisión de expertos con el mandato de redactar una propuesta de Proyecto de Ley de ISAPRE. Esta propuesta se inscribe al interior de una crítica más general a un sistema de seguros de salud privados, que discrimina a las personas en base al riesgo de enfermarse. No obstante, las intenciones del nuevo gobierno no son rupturistas respecto de los actuales esquemas de funcionamiento: los académicos, los ex ministros y los expertos llamados desde el mundo de las ISAPRE para conformar la comisión, deberán analizar y discutir a fondo para “tener una ley que no sea lapidaria”, es decir, que termine con los abusos pero que garantice la continuidad del sistema.
“No es el tiempo en este gobierno de las grandes transformaciones de salud que a lo mejor uno aspira desde su ideal y utopía”, afirmó la Ministra de Salud, Helia Molina. Sin embargo, desde otra vereda, existen análisis y opiniones que sí invocan mayor coraje e iniciativa política para un tema que determina poderosamente la calidad de vida de la sociedad chilena. Lejos de ser un aspecto sectorial, las ISAPRE serían responsables de fundar y replicar un orden de salud basado en la segregación y desigualdad. La lógica de la selección de beneficiarios en base a riesgos que las caracterizan, provocaría que los más expuestos a la enfermedad o a las necesidades de atención médica tengan en las ISAPRE planes de costos más elevados, mientras que las personas con menos probabilidades de enfermarse tengan planes más baratos. Eso determinaría con precisión quién puede permitirse una ISAPRE y definiría claramente el perfil de los beneficiarios de un seguro privado (ISAPRE) o de un seguro público (FONASA), dado que, por ejemplo “solo un 3,41% de los cotizantes de ISAPRE tienen ingresos menores a $250 mil, mientras que en FONASA este tramo representa el 51,14% de sus cotizantes”. Por el otro lado, el 53,5% de los cotizantes de ISAPRE recibe ingresos que superan los $900 mil, mientras que en FONASA este tramo solo alcanza el 5,2% (Datos extraídos de Columna en Ciper). Mirando desde otro punto de vista, según la edad de los beneficiarios, el resultado no cambia: De las personas mayores de 84 años, solo el 4% está en una ISAPRE, mientras que el resto está en FONASA.
Cobertura de los ricos y sanos, y marginalización de los pobres y enfermos, quienes deben arreglársela con FONASA, lidiando con todos los problemas de atención que marcan a nuestro sistema público de salud. Se reproduce aquí la segregación y desigualdad que caracteriza profundamente a nuestro país y que hace poco la OCDE ha vuelto a recordarnos, entregándonos el “premio” como el país con mayor desigualdad de ingresos entre los países “más desarrollados”. Este es el resultado de la lógica implantada por las reformas de la dictadura, durante las décadas de 1970 y 1980, y que nunca ha sido realmente tocada en profundidad: la reducción de la salud a un bien de consumo, una mercancía que se intercambia en el mercado y que los “clientes” tienen la oportunidad de comprar y “elegir” según su posibilidad de gasto. Las empresas privadas que ofrecen cobertura en salud, en esta lógica, deben concentrarse en maximizar el margen de utilidad del negocio.
Hoy la salud es un privilegio que toca a quienes tienen recursos, mientras que los ciudadanos de menores ingresos deben contentarse con lo poco que ofrece el servicio público y aguantar las peores condiciones de salud.
Esta situación, lejos de rendir honores a los avances del siglo XXI, nos recuerda al siglo XIX, cuando la salud era básicamente un asunto de responsabilidad individual. En esa época, para matizar el paralelismo, ni siquiera existía un sistema de salud público como lo que tenemos ahora, con centros de atención primaria, hospitales y un régimen de seguro público; para los pobres existían a lo más servicios gratuitos organizados por la caridad y la filantropía de los privados. Sin embargo, como entonces, hoy la salud es un privilegio que toca a quienes tienen recursos, mientras que los ciudadanos de menores ingresos deben contentarse de lo poco que ofrece el servicio público y aguantar las peores condiciones de salud.
Fue justamente para revertir esta situación que, lentamente, durante el siglo XX el Estado chileno emprendió un camino de construcción de un Servicio Nacional de Salud (SNS). Basado en una Carta Constitucional que deponía en el Estado “la responsabilidad de garantizar el libre e igualitario acceso a las acciones de promoción, protección y recuperación de la salud y de rehabilitación del individuo”, el SNS representó el intento de construir un sistema público inclusivo, que abarcaba a la casi totalidad de los trabajadores activos, pensionados y sus familias, y que apuntaba a fortalecer la justicia social en el país.
Lejos de ser un evento natural, uno de los motores de este proceso fue la movilización y participación de los trabajadores y del pueblo organizado. Con la creación de sociedades de socorro mutuo, a partir de la mitad del siglo XIX, los artesanos se ayudaban recíprocamente para protegerse frente a la inacción estatal, a las muertes y a las enfermedades originadas a raíz de las duras condiciones de vida y trabajo impuestas por la modernización capitalista. La autoresponsabilidad y la autorganización de algunos de los sectores sociales más postergados por el desarrollo de la época, originaban así nociones y exigencias en materia de salud que tuvo importantes efectos en el sucesivo siglo XX. En particular, tomaba forma con estas prácticas un concepto de salud que la historiadora María Angélica Illanes ha definido como solidario y social y que influenció, por lo menos parcialmente, las posteriores reflexiones en materia de políticas sociales y de salud del movimiento sindical y del Estado chileno. En esta lógica “la enfermedad era inseparable de la condición social” y una verdadera política de salud tenía que atacar las causas de la desigualdad social.
Este ejemplo nos dice que no podemos dejar la salud en las manos de los expertos y de sus comisiones que periódicamente se forman por iniciativa de los gobiernos de turno, especialmente en el caso de la reforma de las ISAPRE. Al contrario, la mejor receta para revertir la actual situación marcada por la segregación es politizar nuestro concepto de salud, evidenciando como en ella se juegan intereses sociales bien determinados y divergentes: por un lado está el negocio y las utilidades, mientras que por el otro una idea de derecho social y de bienestar colectivo.
Por eso no hay que tener miedo a abrir el debate sobre ISAPRE y salud, más bien se trata de involucrar y estimular la participación del mundo social, de los trabajadores y de los dirigentes sindicales. De esta forma, tal vez, sí que se darán las condiciones para “esas grandes transformaciones de salud que uno aspira desde su ideal y utopía”.