Por Marco Kremerman/Investigador de Fundación SOL
Las movilizaciones de los estudiantes secundarios durante el año 2006 y de los estudiantes de la educación superior a lo largo de este año, sin duda corresponden a los esfuerzos más serios que se han observado en las últimas tres décadas en torno a los cambios urgentes que necesita el sistema educativo chileno, si es que algún día queremos transformarnos en un país desarrollado y profundamente democrático.
Y al revés, de lo que se dice y se piensa, son los jóvenes de 15, 18 y 21 años, quienes han sido capaces de desplegar a través de asambleas, jornadas informativas, redes sociales, portales web y material audiovisual, la información de mayor calidad técnica que retrata fehacientemente la situación crítica de nuestra educación pública, tanto en términos absolutos como en relación a otros países.
En cambio los “adultos”, ya sea autoridades de gobierno, parlamentarios, representantes de los partidos políticos, investigadores, sostenedores de las escuelas y rectores de establecimientos de la educación superior, salvo honrosas excepciones, no han estado a la altura del debate y la supuesta sensatez que deberían entregar los años de experiencia se ha transformado en mera defensa de intereses privados y un tibio debate sobre políticas públicas desconectadas y de escaso alcance. ¿Por qué?
Recordemos que Chile jamás decidió los componentes centrales que configuraron su sistema educativo a diferencia de la gran parte de los demás países. En plena dictadura, en el año 1981 se impuso y se estructuró un paquete de medidas que junto al traspaso de la educación primaria y secundaria a los municipios, permitió y alentó la creación de escuelas particulares que podían recibir subvención del Estado, seleccionar alumnos y lucrar y universidades, centros de formación técnica e institutos profesionales privados, que en vez de un complemento (del orden del 20% como ocurre en la mayoría de las naciones más avanzadas) se transformaron en el pilar de la educación chilena.
Para avanzar en cobertura, en Chile se impuso la ruta privatizadora, estableciendo una política de financiamiento a la educación por alumno que asiste a clases en educación básica y media y disminuyendo los aportes fiscales a las universidades estatales.
Se entregó al mercado y a la competencia la evolución y el desenlace de la educación chilena y las familias (golpeadas por segunda vez con la ley de financiamiento compartido de 1993, que las invitaba a pagar por la educación que reciben sus hijos y con la creación del crédito con aval del estado en el año 2005 para financiar estudios en la educación superior con tasas de interés que triplican las del crédito solidario) tuvieron que soportar el peso financiero de este cóctel de malas políticas públicas, endeudándose o siendo más dóciles en su trabajo para no ser despedidos.
Y el resultado de todo este proceso es lapidario. Mientras en 1981, la matrícula escolar municipal era el 78% del total, el año 2009, es sólo el 42%. Aún más, se espera que el 2012, sólo un tercio de los alumnos estudie en escuelas propiamente públicas y la segregación escolar siga siendo una de las más altas del mundo.
Hoy, mientras las familias de más de 1,3 millones de niños y niñas deben pagar aranceles mensuales en escuelas subvencionadas por el Estado (fundamentalmente particulares subvencionadas), las escuelas públicas siguen deteriorándose y cada vez más se transforman en reformatorios que agrupan a quienes no son seleccionados en otras escuelas o no tienen dinero para pagar.
En la educación superior en tanto, la matrícula alcanzó 1 millón de estudiantes, pero sólo 1 de cada 5 estudia en un plantel estatal (al revés de los países más avanzados). La educación superior técnica está 100% privatizada y mientras en el año 1974 el aporte fiscal a las universidades tradicionales superaba el 85% de sus ingresos, hoy 7 de las 16 universidades estatales (Universidad de Chile, Valparaíso, La Frontera, Arturo Prat, Playa Ancha, UTEM y Los Lagos) reciben un aporte fiscal (Directo e Indirecto) inferior al 10% de sus ingresos.
El gran problema es que se ha creado un mercado de la educación tan enorme, que los intereses de los inversionistas privados presentes en la educación escolar y superior son también enormes y el comportamiento de los gobiernos, parlamentarios y muchos investigadores se ve limitado.
Las políticas públicas entonces se reducen a crear 50 liceos de excelencia (que sería una supuesta solución para una microscópica parte de la educación pública) o tratar de llevar el sistema de financiamiento tipo voucher a la educación superior, posibilitando que los planteles privados puedan recibir más recursos públicos.
En este sentido, muchos seminarios y foros que se realizan pasan a ser insípidos, porque más que una discusión técnica y política de buen nivel, son un conjunto de ponencias que defienden el negocio de la educación y por ello, son los estudiantes, generalmente libres de intereses, los que terminan siendo con justa razón, los referentes técnicos y la fuente más seria para pensar un nuevo sistema educativo, en donde la educación pública gratuita, universal (y por ende no segregadora) y de calidad sea la base del edificio, tal como lo hicieron los países más desarrollados.
Columna publicada en The Clinic online