Publicada en Radio Universidad de Chile el 28 marzo de 2020
Por Valentina Doniez, investigadora Fundación SOL
A más de 3 semanas del primer caso detectado con coronavirus en el país, y pese a que el gobierno ha señalado reiteradamente que tiene un plan para abordar todo su impacto, el mundo del trabajo está a la deriva. Desde la semana pasada los establecimientos educacionales están sin clases presenciales, se difunde el mensaje #quedateencasa, pero que no se detenga la producción, hay 7 comunas en cuarentena y se propone un limitado Plan Económico como paliativo.
Las principales medidas que impulsa el gobierno en un proyecto de ley son: a) pagar remuneraciones imputables a las reglas del seguro de cesantía sin perder el contrato para aquellos trabajadores que por la emergencia no puedan trabajar, b) permitir pactos que rebajen transitoriamente las horas de trabajo y complementar parte del ingreso con el subsidio de cesantía, c) entregar un bono social, no laboral, denominado Covid 19, que entregará $50 mil pesos por una vez a personas que actualmente reciben el Subsidio Unico Familiar a partir de sus cargas y que pertenecen al 60% más pobre. Esto se complementa con medidas de postergación de pagos tributarios y de liquidez para las empresas.
Junto con dicho plan, presentado el 19 de marzo, se comenzaron a apurar otros proyectos de la agenda laboral del gobierno: una que surgió a propósito del estallido de octubre, el bono para obtener un Ingreso Mínimo Garantizado de 300 mil pesos, y un proyecto sobre teletrabajo, presentado en 2018.
Bonos acotados y una serie de alterativas administrativas para que sean los trabajadores los que negocien un acuerdo con sus empleadores que, con la pulverización sindical imperante, será individual y quedará a la “buena voluntad” del empleador. Esa es la respuesta a una crisis de salud que nadie en el país podía prever antes de los acontecimientos en China.
En términos de leyes, el día 24 y con toda celeridad política transversal, se aprobó el teletrabajo. Fue promulgado por el presidente en una incómoda conferencia virtual donde destacó que el proyecto buscaba darle más oportunidades y libertad a los trabajadores, junto con “permitir protegernos mejor de esta pandemia del coronavirus”. Pero hay demasiadas interrogantes como para sumarse al entusiasmo.
En primer lugar, hay que decir que el proyecto presentado hace dos años tenía el objetivo de sumar a personas inactivas que estuvieran disponibles para trabajar. En su informe financiero se habla de cerca de 100 mil personas, 71% mujeres, principalmente quienes realizan trabajo doméstico, personas con discapacidad y jubilados. La mayor parte (42%) no está activamente en el mercado del trabajo por deber cuidar a un familiar u otra tarea en el hogar. En este caso, como puntualiza un reciente estudio de Fundación SOL, el 96,6% de quienes se encuentran inactivos por quehaceres en el hogar son mujeres y trabajan efectivamente una jornada completa o más: entre 44 y 70 horas a la semana, dependiendo del ciclo del hogar. Considerando esto, el proyecto apuntaría a mejorar cifras de inserción en el mercado a costa de sobreexplotar a las mujeres.
En este contexto, el llamado del gobierno a promover formas de teletrabajo a propósito de la contención del virus, apelando nuevamente a la voluntad individual de las partes, no se hace cargo del hecho de que los hogares están teniendo que absorber una mayor carga de trabajo doméstico, principalmente con los niños en la casa. Ese es un trabajo históricamente invisibilizado que vuelve a tomar preponderancia.
Por otra parte, el gobierno no aporta ninguna cifra respecto de la potencialidad de los actuales trabajos para realizarse a distancia, salvo anotar que cerca de 50 mil asalariados privados realizan hoy su labor en el hogar u otro espacio. Un gráfico del Economic Policy Institute nos muestra que para el caso de EEUU, altamente desigual como Chile, el 25% de trabajadores de mayores ingresos tiene 6 veces más posibilidades de teletrabajar que el 25% más pobre. En este sentido, podría proyectarse que esta política, pensando en las posibilidades reales de los individuos y su posición en el mercado del trabajo, no beneficiará a la gran mayoría.
Junto con esto, la autoridad afirma que se trata de una legislación muy moderna y que integra la protección de la salud y la seguridad del trabajador, además de considerar los “equipos y materiales” y “costos de operación” de cargo de la empresa. Esto que suena bien en el papel, puede verse complicada por 3 temas: 1) la capacidad real del trabajador individual de denunciar al empleador y las dificultades prácticas que pueden surgir de la fiscalización de viviendas (sobrecarga de fiscalizaciones, entre otras), 2) en la ley se plantean cosas generales respecto de la salud y seguridad, pero señalan que tendrán que guiarse por una normativa que elabore el Ministerio del Trabajo en un plazo de un mes contado desde la aprobación, es decir, se pondrá en marcha sin criterios sanitarios, 3) Los costos imprevistos en la salud mental de los trabajadores que, bajo mecanismos de control en base a metas y sin limitación de jornada, podrán ver sobrecargada la demanda del trabajo remunerado sumado al trabajo casi sin cesar de las labores domésticas y de cuidado. Específicamente sobre las horas de trabajo, la ministra celebró que la ley incorporara el “derecho a la desconexión” de al menos 12 horas continuas para trabajadores exentos de jornada ordinaria, pero esto podría significar que alguien estuviera al menos 72 horas semanales disponibles para el empleador.
De esta forma, con legislaciones apresuradas y enfocadas en grupos particulares de trabajadores, como la ley de teletrabajo, se perpetúa la desigualdad laboral. Esto podrá beneficiar quizás al profesional que vive en una cómoda casa del barrio alto, pero no toma en consideración las condiciones de vivienda de la mayoría de los trabajadores. Podrá simplificar la vida de algunos hombres solteros, pero significará sobrecarga de labores para quienes hacen mayormente el trabajo de reproducción.
Estamos viviendo una pandemia, agregada a una economía estructuralmente en crisis, que está siendo la excusa para desarrollar una agenda afín al capital, donde el trabajo sea una mercancía cada vez más disponible y flexible. Las empresas no tendrán que gastar en construcciones comunes, bonos de locomoción y almuerzo ni negociaciones colectivas. En ese sentido, para nadie parece ser una preocupación cómo se podrá dar la garantía para la acción colectiva en esas condiciones.
Los efectos laborales que se advierten van mucho más allá de las medidas propuestas: quienes son independientes, y no solo el 60% más pobre, difícilmente tendrán ingresos, los asalariados se están viendo presionados por los empleadores para asumir el costo con sus salarios, vacaciones, el fin del contrato o del subsidio de cesantía. Otro porcentaje importante continúa viajando a sus trabajos, incluso en zonas de cuarentena, por una laxa interpretación de los “servicios esenciales”. Todos estarán pensando en sus deudas.
Toda la precariedad y desigualdad desnudada con el estallido, ahora toma un cariz distinto. Ya no se podrá salir a las calles por algún tiempo, pero la necesidad de pensar alternativas de emergencia y estructurales parece no tener retorno.