Publicada en The Clinic el 19 de octubre 2017
Por Benjamín Sáez, investigador Fundación SOL
Contrariamente a lo que habitualmente se piensa, no todas las experiencias dictatoriales se embarcan en un proceso de desmovilización de los sectores populares como ocurrió en la dictadura chilena. Algunas experiencias históricas del siglo XX permiten observar con fuerza este contraste. Basta señalar la importancia de grandes organizaciones sindicales, como el Frente Alemán del Trabajo y su participación activa en pleno auge del fascismo. En Chile, fracasó rápidamente el intento de la dictadura por constituir un sindicalismo afín a su ideario [1]. Cuestión determinada por la relevancia que tenían los partidos políticos de izquierda en estas organizaciones.
Así, la dictadura chilena expresa nítidamente y con una capacidad de represión brutal, el énfasis antipopular que caracterizó a varias de las dictaduras que comienzan a estallar en América Latina desde la década del 60 y su accionar en el marco de la Operación Cóndor. La capacidad de la dictadura en Chile para desarticular a los partidos y organizaciones sociales del sector fue particularmente efectiva tanto en su fase represiva, como en la posterior cristalización institucional de este afán antipopular. El Plan Laboral y la pulverización sindical arrastrada a lo largo de estas décadas es un claro ejemplo de aquello [2]. El proceso de transición, con activa participación de los adherentes civiles y militares, no sólo permitió mantener prácticamente inalterado un orden constitucional y legal heredado, sino que además permitió ir estructurando un relato oficial en el sentido común. Una interpretación del por qué la dictadura.
Los límites de este sentido común son esquivos y a ratos contradictorios, como suele ocurrir en el ámbito de la ideología. Bien se podría afirmar que con el triunfo del NO y el curso de los gobiernos de la transición, se ha ido consolidando un relato de condena a los crímenes de lesa humanidad cometidos por militares y civiles a favor del golpe. La fuerte condena internacional al régimen de Pinochet contribuyó a esto, sobre todo en aquellos segmentos más ilustrados de la población. No obstante, y a pesar de que la condena a la dictadura sea parte de lo “políticamente correcto” persiste parte importante de sus bases de legitimidad.
Tanto es así que hoy, con todo lo que ha sucedido en años recientes, y a pesar de la extendida idea de que “Chile cambió”, resulta perfectamente posible que cómplices abiertos de la represión mantengan una vitrina importante en diversos medios de comunicación. La impunidad y los pactos de silencio se han mantenido; así como, en la arena política, el partido insignia de los civiles cómplices, la UDI, sigue gozando de buena salud y junto a otras colectividades del sector tiene amplias perspectivas de llegar al gobierno.
El célebre programa Tolerancia Cero, en sus dos últimas ediciones entrega un claro ejemplo de la buena salud que goza la legitimidad de la dictadura. Frente a un candidato como Eduardo Artés, además de las risas incrédulas, se plantean inquisidoras preguntas sobre el clivaje dictadura-democracia. Desde si cree o no en la máxima “una persona un voto” hasta la disolución del parlamento, las purgas del estalinismo y la situación actual de Korea del Norte. Nada de esto sucedió el domingo recién pasado frente a un candidato como Kast, que no sólo ha pedido públicamente quitar la estatua de Allende de la Plaza de la Ciudadanía, sino que además tiene la personalidad de referirse en pleno programa a la dictadura chilena con el eufemismo clásico de “gobierno militar", para argumentar a favor de su coherencia. La frase pasó sin pena ni gloria, despertando un tímido cuestionamiento a la coherencia como valor en sí, y cuál era el contenido de su candidatura. Así el eje dictadura-democracia prácticamente desapareció en el programa en que participa el único candidato que defiende abiertamente la dictadura. La única pregunta directa al respecto, relacionada con quitar la estatua de Allende, termina con el candidato señalando que Allende violó los derechos humanos y que es importante contar toda la historia. Cuestión que nuevamente no recibe cuestionamiento alguno, a pesar de lo brutal del argumento.
¿Cómo es que indigna Korea del Norte y la Unión Soviética y no conmueva la represión vivida por cientos de miles de familias chilenas? Esto es posible en la medida que el discurso de legitimación de la dictadura goza de buena salud y se extiende, no sólo entre quienes apoyan el régimen, sino también entre aquellos que lo condenan. El discurso que condena los excesos de la dictadura convive perfectamente con la justificación histórica de la dictadura. En última instancia esto es posible porque en el relato oficial la responsabilidad del “quiebre institucional” es del gobierno -democráticamente electo- de la Unidad Popular y no de los militares. Probablemente sea esta complejidad de las representaciones sociales la que permite que el clivaje dictadura-democracia, muy relevante en el enfrentamiento entre gobierno y oposición hasta mediados de los 90, vaya perdiendo fuerza en el comportamiento electoral [3], en la medida que predomina un sentido común que es simultáneamente democrático y dictatorial. Que condena a Pinochet, pero también a Allende.
A 44 años del golpe de Estado, la legitimación de la dictadura mantiene su relevancia al ser capaz de permear no sólo a quienes apoyan o apoyaron el régimen (que representan, para incomodidad del progresismo, a un porcentaje relevante de la población), sino también a aquellos que al menos en los dichos lo condenan. Este es un aspecto significativo para la proyección política de cualquier alternativa de organización popular, por cuanto se encuentra inscrita en la misma idea de “ciudadanía” la legitimidad actual del uso de la violencia política [4]. Por lo pronto, la lucha democrática sigue plenamente vigente y constituye un espacio relevante para la conquista del sentido común por parte de una alternativa transformadora.