Nota publicada en El Diario de la Educación el 18 de junio de 2018
El día que Belén Pérez acudió al recinto universitario para firmar el crédito que le permitiría tener acceso a los estudios superiores no lo podía creer. Fue en 2010 cuando, después de comer y acompañada de sus compañeras de carrera, ingresó al edificio y se encontró con una enorme carpa por la que desfilaban miles de personas. “Tenías que tomar un número y te asignaban un banco, entonces tenías que hacer la cola al banco que te tocaba”, recuerda la joven.
Belén tiene 26 años y hace dos se licenció en Ortodoncia en la Universidad Autónoma de Chile, de titularidad privada. Es una de las muchas estudiantes que tuvieron que endeudarse para poder acceder a la universidad. Una realidad que han vivido varias generaciones de jóvenes del país suramericano, uno de los más caros para la educación superior, según un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), y el más privatizado de América Latina. En la región, las universidades públicas o estatales son gratuitas o bien, el pago de aranceles es muy inferior al chileno. Por eso, la alternativa para los estudiantes chilenos es aceptar un crédito que fue pensado especialmente para ellos.
El Crédito con Aval del Estado (CAE) se puso en marcha durante el primer gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010), pero fue ideado en el gobierno de su predecesor, Ricardo Lagos. Se diferencia de otros créditos porque el aval del estudiante es siempre el Estado. Inicialmente, el CAE se vendió como una fórmula para dar acceso y masificar la educación superior, que había quedado restringida a las clases más acomodadas tras los 17 años de dictadura de Augusto Pinochet y su feroz privatización de derechos básicos. Después de la poca popularidad de otros mecanismos de financiación educativa, el CAE se presentó a los jóvenes como un crédito de fácil acceso que entregaba la posibilidad de tener un futuro abierto y lleno de oportunidades, sobre todo para aquellos que eran la primera generación de la familia que entraba a la universidad.
Este mes, Belén ha pagado su primera cuota del CAE. Después de 18 meses, ha llegado al final del llamado “período de gracia”, una especie de concesión temporal que dan los bancos para que los jóvenes encuentren un trabajo después de graduarse que les permita enfrentar la deuda. Una vez superado este plazo, ya no hay excusas y cada mes, puntualmente, los estudiantes deben abonar sus tasas. La dentista, por ejemplo, paga entre 172.000 y 220.000 pesos chilenos mensuales (entre 230 y 300 euros) al banco que financió su crédito. Tendrá que hacerlo los próximos 20 años. Su carrera es de las más caras del país –le cuestan, en total, casi 57.000 euros, incluyendo los aranceles anuales y la matrícula que se paga cada año– y, además, ella la cursó en una universidad privada. La misma licenciatura en una universidad pública saldría por unos 46.000 euros.
Aunque el caso de Belén puede que sea extremo, lo cierto es que cualquier grado en Chile tiene costos elevadísimos en Chile. Por ejemplo, la carrera de Biología en un centro público cuesta unos 23.000 euros, mientras que la equivalente a un grado de Maestro de Educación Infantil oscila alrededor de los 22.000 euros. Unos costes que se asumen con muchas dificultades económicas ya que en Chile el sueldo mínimo es la mitad que en España.
Asumir la deuda implica quedar totalmente amarrado por años a los dictámenes de los bancos, que antes de entregar el crédito se han encargado de averiguar todo sobre el postulante: su barrio, el colegio del que procede, los empleos y remuneraciones de sus padres, la carrera que quieren estudiar y dónde.