Por Karina Narbona
¿Sabía usted que en el modelo anterior al Plan Laboral, la negociación colectiva no estaba sujeta a una oportunidad única para presentarse y en fechas precisas (hoy se inicia entre 40 y 45 días antes del vencimiento del contrato vigente, facilitando a la empresa la preparación de la eventual huelga)? ¿Y sabía que el contrato colectivo regía tanto a los que estaban sindicalizados al momento de su celebración como a los que entraban a formar parte del sindicato después? ¿Y que se permitía la negociación colectiva de no sindicalizados (hoy “grupos negociadores”) solo si no hay sindicato?
Por último y lo más importante: ¿Sabía que la negociación se encontraba consolidada legalmente a nivel de rama? ¿Y que la ley no establecía el reemplazo de trabajadores en huelga?
El último estudio publicado por Fundación SOL, titulado “Para una historia del tiempo presente. Lo que cambió el Plan Laboral de la dictadura”, esclarece esta y otras materias a objeto de hacer un aporte a la memoria de la situación del trabajo en Chile y, también, de sumar referencias al debate público sobre la reforma laboral, que no ha hilado muy fino en el manejo de antecedentes.
En efecto, la actual discusión de la reforma laboral que los grandes medios reproducen poniendo acento en análisis de empresarios, gobierno y parlamentarios, además de caer en referencias imprecisas a datos internacionales (al omitir la información sobre cómo funcionan las economías con modelos de negociación amplia y al tergiversar lo que establecen otras legislaciones respecto al reemplazo en la huelga), adolece de escasas coordenadas ancladas en nuestra propia historia.
Más allá de una referencia vaga al Plan Laboral (1979) actualmente vigente, no se ha profundizado en lo que este significó. Y era eso lo que supuestamente se buscaba encarar cuando, tras 25 años del fin de la dictadura, un gobierno se alistaba por fin a afrontar la legislación sindical que data de 1979 y que se custodió (y profundizó) con el retorno de las libertades civiles. Recordemos que el gobierno dijo al inicio de la discusión que “estamos saldando una deuda con los trabajadores chilenos”.
El modelo de regulación sindical anterior al “Plan” no era un modelo precisamente pro trabajador. Dicho modelo se encarnó en el Código de 1931 –que sistematizó las leyes sociales de 1924– y se construyó durante 50 años a través de un zigzagueante camino, con fuerzas contradictorias. La ley sindical de los albores del siglo XX, sobre todo en su formulación inicial, es considerada de hecho una respuesta autoritaria que se dirigió a controlar el conflicto sociolaboral, que estaba en evidente expansión en esa época (aun cuando las masacres obreras contuvieron en cerca de 10 años la protesta, entre 1910 y 1920 el número de huelgas y huelguistas involucrados se multiplicaron más de 34 veces).
Ante esa realidad algunos, adoptando un criterio de disminución de las desigualdades y previendo una posible destrucción del sistema, estuvieron llanos a probar una política distinta a la que había sido la única respuesta del Estado frente a las movilizaciones hasta ese momento: la represión abierta. “Habría sonado en nuestro país aquella hora siempre incomprendida por los grandes afortunados de la vida que nunca sienten ni comprenden cuando ha llegado el momento de ceder algo para mantener la paz y el orden. Hay siempre espíritus obcecados que no comprenden que la evolución oportuna es el único remedio eficaz para evitar la revolución y el desplome”, habían sido las claras palabras de Arturo Alessandri en una carta dirigida a quien encargara la legislación social, Moisés Poblete.
El modelo de regulación sindical anterior al “Plan” no era un modelo precisamente pro trabajador. Dicho modelo se encarnó en el Código de 1931 –que sistematizó las leyes sociales de 1924– y se construyó durante 50 años a través de un zigzagueante camino, con fuerzas contradictorias. La ley sindical de los albores del siglo XX, sobre todo en su formulación inicial, es considerada de hecho una respuesta autoritaria que se dirigió a controlar el conflicto sociolaboral, que estaba en evidente expansión en esa época (aun cuando las masacres obreras contuvieron en cerca de 10 años la protesta, entre 1910 y 1920 el número de huelgas y huelguistas involucrados se multiplicaron más de 34 veces).
En ese contexto de principios del siglo XX, además de dar lugar a una serie de derechos laborales individuales, poniendo un énfasis en la protección del trabajador, Chile pasó a ser el primer país de América en dictar una ley especial para las asociaciones sindicales, con énfasis en su control.
A partir de allí, el sindicalismo libre o al margen del Estado, que había alcanzado su peak entre 1870-1924, pasó a ser un sindicalismo legal y fuertemente intervenido, con una institucionalidad que lo reconocía, pero a la vez limitaba sus posibilidades de organización y de acción.
Sobre todo en un comienzo, la ley establecía derechos muy diferentes para obreros y empleados; una fuerte intervención estatal en la constitución y el funcionamiento de sindicatos y una exclusión de vastos sectores de la sindicalización y de la negociación colectiva (sector agrícola, sector público, entre otros), la cual, además, se privilegiaba a nivel de empresa, aunque sin excluir el nivel superior. Por último, la huelga, aunque con ciertas garantías, se ceñía a una importante burocracia.
Pues bien, con todas sus sombras, dicho modelo no amenazaba la existencia misma de la actuación colectiva de los trabajadores y dejó entreabiertas válvulas institucionales que avalaron cierta unidad de clase, utilizadas como instrumento por parte de los trabajadores en distintas circunstancias. De hecho, por limitadas que fueran esas rendijas, el mundo sindical actual, arrinconado por el aparato estatal hasta el hartazgo y velando por su supervivencia, ya quisiera contar con espacios de ese tipo.
Importa profundizar en esa etapa no por reclamar un mítico “pasado glorioso” o por la necesidad per se de retornar al pasado, lo que podría implicar una mirada retardataria, sino por entender aquello que encerraba ese modelo y que resultaba tan repelente para el proyecto neoliberal que hoy, ya maduro, rinde sus frutos. Y para situar, también, lo que podría ser el significado profundo de la “deuda”.
Como ya se deslizó al principio, el modelo antiguo consagró la titularidad sindical y no establecía un reemplazo de trabajadores en huelga. Además, no era del todo refractario a la huelga fuera de los límites de la negociación tradicional. Pero lo más fundamental del modelo antiguo y que el Plan Laboral echó por tierra, fue la posibilidad de negociar más allá del nivel de empresa.
Ya en la primera versión del Código se habilitaron espacios para la negociación coordinada, como se aprecia en la posibilidad de negociar por área que tenían las confederaciones de sindicatos de mismo oficio o tarea (“sindicatos profesionales”) o, para el caso del salario mínimo obrero, en la posibilidad de negociar por sector, en instancias tripartitas, que tenían los “sindicatos industriales”. Eso se tradujo, no sin presión de los trabajadores, en el desarrollo de varias negociaciones sectoriales.
En un comienzo, ellas se expresaron en la modalidad que resultó más accesible, que fue la de los tarifados tripartitos de salarios mínimos por rama. Los primeros que se pueden detectar se ubican en fechas tempranas y en diversos sectores: los establecimientos gráficos de Santiago (1935), la industria hotelera y similares (1936), los obreros del calzado (1940), los electricistas (1941) y la industria gráfica de la sección Valparaíso (1948). Este tipo de negociación, si bien no se produjo en forma masiva, se fue ampliando en el tiempo, en número y contenido.
Quizás el aspecto que afianzó más la actividad sindical fue el establecimiento de derechos reales para el sector agrícola hacia 1964 -en esa fecha el sector asalariado más numeroso- y luego la ley de Comisiones Tripartitas de 1968, que consolida la negociación por rama. Además, en 1971 se reconoce a los sindicatos constitucionalmente y que son libres para cumplir sus propios fines. En parte por todo eso, la tasa de sindicalización, muy contenida, logra alzarse: de 11,2% en 1964 a 33,7% en 1973.
A ello cabe añadir el desarrollo de acciones al margen de la legalidad que fueron empujando los límites sociales, como las huelgas “ilegales” (que eran predominantes) o la formación de la Central Única de Trabajadores, en 1953, la cual, aun siendo ajena a las posibilidades legales, adquirió una enorme gravitación. Otra innovación, ya del tiempo de la Unidad Popular, fue el desarrollo de Cordones Industriales, experiencia de control y autogestión coordinada de fábricas que surgió como respuesta popular al “paro patronal” de 1972, que puso en riesgo el abastecimiento de la población.
La dictadura vendrá a atajar ese avance popular en la deliberación colectiva de las condiciones de trabajo y de vida y el reconocimiento institucional que se estaba haciendo de ese poder.
Algo que poco se conoce es que en los primeros años, además de reprimir a los “elementos sindicales molestos”, los militares intentaron controlar lo que quedaba de movimiento sindical con un proyecto de ley que afirmaba, de manera torcida y manipulada, su estructura de segundo grado, a la saga de la experiencia totalitaria española e italiana. La filosofía de esta apuesta era que el sindicato fuera un órgano gremial (apolítico) y que, unido por el mismo interés al gobierno y los empresarios –tesis del unitarismo social–, fuera un articulador del Estado. Allí contaba con el apoyo de varios dirigentes.
Pero a medida que los civiles neoliberales adquirían más legitimidad, la cartera del Trabajo giró de manera cada vez más decidida en otra dirección para neutralizar al sindicalismo. El giro más grande lo protagonizará José Piñera, ministro del Trabajo entre 1978-1980, quien formuló, en su última versión, la nueva legislación sindical, que denominó Plan Laboral (DL 2.756 y DL2.758). Él lidiará con el problema sindical por la vía propiamente neoliberal, que es la de reducción de los sindicatos.
Bajo la inspiración de Milton Friedman y en especial de Friedrich Hayek –autor del célebre ensayo “Sindicatos ¿Para Qué?”, de 1959–, Piñera concibió una institucionalidad que tolerara a sindicatos siempre y cuando fueran pequeños y encapsulados. Esa institucionalidad se basaba en 4 pilares: a) Negociación solo de nivel de empresa, prohibida por rama; b) “Huelga que no paraliza”, practicada solo en la negociación colectiva y con reemplazo de trabajadores en huelga; c) Pluralismo a ultranza, permitiendo la competencia de sindicatos entre sí y a la vez con grupos negociadores dentro de la empresa; y d) Despolitización, alejando la acción sindical de los temas país y confinándola a lo local e inmediato (vetando incluso ahí el poder negociar las “facultades administrativas del empleador”).
Esta estructura básica, explicitada por el propio José Piñera, sigue vigente y es una guía para chequear en qué grado una reforma que se plantee en oposición al Plan Laboral efectivamente se dirige a desmontarlo (se puede constatar, así, que la actual reforma ni siquiera lo remece).
Ahora bien, importa precisar que la reducción total de la negociación colectiva al espacio más restringido fue el principal cambio del modelo de 1979. Al clausurar la salida del sindicato fuera de la empresa e incentivar su fragmentación, se permitió la primacía absoluta de la acción individual y se cerró una etapa de la vida nacional que aceptaba cohabitar con la fuerza de trabajo organizada.
Respecto a la intervención del Estado en la relación colectiva de trabajo –algo contraintuitivo respecto al imaginario sobre el neoliberalismo- el Plan Laboral la fortaleció, con nuevos amarres procedimentales y mayor regulación de la huelga y la negociación. También en la despolitización persevera, por el potencial de los sindicatos de orientarse contra el nervio vital del sistema económico.
Así como no habría que fetichizar el pasado, no parece razonable desechar a priori algunos elementos solo por haber ocurrido en otro momento. Es válido conocer lo que buscó en esencia desarmar el Plan Laboral de la dictadura, a saber, la amplitud, la unidad y la solidaridad de acción de los trabajadores, como la expresada en estructuras sectoriales, para poder analizar desde allí si eso que atacó es o no todavía pertinente a la hora de enfrentar los problemas del presente.
Hoy, en un país tan desigual, con solo un 14,2% de sindicalización y un 8,4% de trabajadores cubiertos por contratos colectivos, todo parece indicar que velar por un espacio agregado de actuación sindical es la condición misma para que exista el sindicato y, por ende, una voz alternativa a la del empresario en la definición del orden del trabajo. A menos que se piense que los sindicatos ya no son necesarios, caso en el cual sería bueno transparentar la discusión.