por Marco Kremerman/Investigador de Fundación SOL
Al cumplirse un año del gobierno del presidente Sebastián Piñera y al revisar los avances y la discusión en materia laboral, uno sólo puede recordar la promesa del millón de empleos, y cómo mes a mes, luego que aparecen los datos de la encuesta del INE, las autoridades celebran la creación de nuevos puestos de trabajo y nos dicen: ya vamos en 300 mil, 400 mil o estamos a punto de llegar al 50% de la meta. Poco y nada se escucha sobre la calidad de estos empleos y menos aún se problematiza sobre el sistema de relaciones laborales que impera en Chile.
No obstante, y para ser justos, este déficit de contenido ya se venía observando en las administraciones anteriores. Los grandes cambios que se requerían para nivelar la cancha entre empresarios y trabajadores, y la discusión sobre una nueva estrategia de desarrollo que permita incorporar al mundo del trabajo a las personas que no tienen empleo quedaron reducidos a las Reformas Laborales del año 2001, a la tímida ley sobre subcontratación del 2006 y a algunas políticas parceladas para apoyar a las pequeñas empresas.
La evidencia empírica que se ha podido observar a partir de las acciones, programas y políticas desplegadas durante el primer año del nuevo gobierno y la lectura de las promesas u omisiones que se vislumbran para los años siguientes, nos lleva a pensar de que bajo el mandato de Piñera no debería esperarse otra cosa que no sea administrar la inercia que caracterizó al fin de los gobiernos de la Concertación en materias laborales. En este sentido, se espera que se siga acentuando la concentración en los distintos sectores productivos y que se mantenga la enorme asimetría de poder que existe entre los empleadores y trabajadores, manteniendo los nudos del Plan Laboral del año 1979 que tan hábilmente han dificultado la sindicalización, la negociación colectiva, el pleno derecho a huelga y que han favorecido el aumento exponencial de la tercerización y el uso y abuso del multirut (“dividir para gobernar”).
Tal como lo han constatado los economistas Acemoglu y Robinson, en la medida que la elite se sienta cómoda con la institucionalidad vigente va a realizar todo lo posible porque ella persista a través del uso de su poder de facto y su poder político. Por ello en nuestro país, no deberían esperarse la eliminación del reemplazo en caso de una huelga legal, mejoras en el sistema de gratificaciones, cambios en el concepto de empresa, eliminación de la subcontratación de actividades vinculadas al giro de la empresa o aumentos sustanciales en el salario mínimo.
La elite chilena está cómoda y año a año se ha acostumbrado a aumentar sus ganancias, por tanto cualquier cambio sustancial en el sistema de relaciones laborales podría provocar que en vez de 100 ahora gane 95, un despropósito.
Chile tiene una tremenda deuda con sus trabajadores. No somos ni la sombra de algunos países que al igual que nosotros pertenecen a la OCDE, pero que tienen o han desarrollado un sistema de protecciones y derechos que permiten dotar de mayor poder de negociación a los grupos más débiles.
Cuando un país no reflexiona sobre su estrategia de desarrollo y sobre el trabajo, es un claro síntoma de que existe un déficit político. Los partidos políticos chilenos no tienen un proyecto país o simplemente cuidan los intereses de la elite y la sociedad civil está cautiva por las deudas y la precariedad. El vaciamiento de contenido de la política nacional, inevitablemente ha bloqueado la discusión sobre el trabajo. Un ejemplo de ello es que las autoridades para defender la creación de nuevos empleos, argumentan sin ningún contrapeso que lo importante es que una persona que antes no tenía nada ahora aunque sea por un par de horas y un par de lucas, consiguió un trabajo. Estos argumentos no lo podemos aceptar. Resulta urgente elevar la discusión política y posicionar la reflexión sobre el trabajo, pero al parecer esto debe venir desde la sociedad civil.
Columna publicada en The Clinic on-line