Por Karina Narbona/Investigadora de la Fundación SOL
Con todo el revuelo del rescate minero, hay algunos debates en torno al trabajo que han pasado inadvertidos. Uno de ellos es el proyecto impulsado por el gobierno para desarrollar el Teletrabajo en Chile y que se discute actualmente en el Congreso.
La definición más usada de Teletrabajo lo entiende como esa secretaria, ese contador, la vendedora o vendedor, que laboran en su casa usando las nuevas tecnologías de la información: celular, computador, fax, etc. El recurso de encargar tareas al hogar no debiese sorprendernos. La diferencia es que hoy a este trabajo, cuya imagen típica son los talleres de ropa clandestinos de Patronato, se le da una pincelada de protección legal; se lo asocia con nuevas tecnologías; se lo muestra como una alternativa laboral desafiante, ambiciosa, a la altura de los nuevos tiempos.
Las razones para promover esta “nueva opción de vida”, como suelen presentar al Teletrabajo, son múltiples: atrás quedan los tacos y no hay gasto en Transantiago ni en bencina para ir al trabajo; tampoco hay jefe a quien mirarle la cara. Pero además se dice que es bueno para la familia. Permite conciliar, da mayor libertad para organizar la vida, brinda oportunidades a sectores que hoy están fuera: mujeres, jóvenes, discapacitados. Para el empleador, “sólo en ciertos casos” – el proyecto de ley se adelanta a la crítica - puede significar abaratamiento en los costos de producción. En suma, como dice la ministra de Trabajo, Camila Merino, “todos ganan”.
Pero ese deslumbrante discurso choca con las encuestas realizadas desde los ‘90 en Europa, que muestran un problema “duro” de estos trabajadores: el aislamiento, que se traduce en irritabilidad, depresión, estrés, pero que también se manifiesta como un problema político, en la medida que sus condiciones de dispersión hacen disminuir notablemente su poder de negociación.
Organismos como la Organización Internacional del Trabajo (OIT) respaldan esta aprensión, al destacar que al teletrabajador se le suelen imponer condiciones menos favorables o se le obliga a pasar de asalariado a trabajador autónomo, siendo más vulnerables. Esa unilateralidad en la fijación de condiciones por parte del empleador deja su huella, por ejemplo, en los malos salarios que se registran entre los teletrabajadores. Según los datos de la Encuesta Casen 2009 sus salarios son un 30% inferior a los de los trabajadores tradicionales.
Otros aspectos negativos que afectan a este grupo de trabajadores han sido estudiados, entre otros, por la Dirección del Trabajo. Entre ellos, se mencionan: uso de horarios nocturnos, feriados u horas fuera de la jornada ordinaria; vacaciones muy cortas o imposibilidad de éstas; mayor desgaste físico, al usarse el salario contra producto; la sensación de ahogo, ya que la empresa ejerce su control vía medios informáticos, siendo incluso más penetrante; la no separación de tiempos de trabajo y de descanso, con problemas de salud y tensiones familiares asociadas; y la difícil protección de estas personas ante enfermedades profesionales.
Respecto a las mujeres, a las que se hace una especial dedicatoria en esta iniciativa, muchos han denunciado que después de sus arduas luchas por salir del hogar y conquistar el derecho a participar de la vida pública y tener un trabajo, hoy son nuevamente relegadas a la casa, esta vez con “teletrabajo” y tareas domésticas por hacer, simultáneamente. Esto, con el pretexto de abrir fuentes laborales para ellas.
Teniendo en cuenta estos retrocesos, el panorama de esta forma de trabajo, que supuestamente armoniza el conjunto de la sociedad, no es tan alentador como se muestra. No ganan todos, como dice la ministra.