Publicada en El Desconcierto el 17 de mayo 2019
Por Recaredo Gálvez y Alexander Páez, Fundación SOL
Según la base de datos del Sistema de Relaciones Laborales de la Dirección del Trabajo, en Chile hay 11.652 organizaciones sindicales y el 51,8% de ellas tiene menos de 40 socios. Tan solo un 9,6% supera los 200 socios. Esto es una primera aproximación a un actor colectivo que se encuentra pulverizado, entre otras cosas, por el esquema normativo que determina que la negociación colectiva se realice fundamentalmente a nivel de empresa y no a nivel sectorial o nacional, como ocurre en la mayoría de los países industrializados.
El pasado 2 de mayo el Presidente Sebastián Piñera envió un mensaje presidencial con el objetivo de dar inicio a la discusión del proyecto de ley de modernización laboral para la conciliación, trabajo, familia e inclusión. El mensaje comenzó presentando los objetivos del gobierno en materia laboral, con énfasis en la creación de puestos de trabajo, señalando que “deben ser dignos, de calidad y con seguridad social”. De inmediato, en el siguiente párrafo ese objetivo se enfrenta con un diagnóstico doble: las transformaciones productivas y tecnológicas de los últimos años y las rigideces del mercado laboral nacional para afrontar tales cambios. Dichas rigideces a su vez, “no necesariamente se alinean con las necesidades e intereses de los ciudadanos”.
Por ello, la propuesta busca flexibilizar las jornadas ordinarias y extraordinarias de trabajo, para conciliar vida y trabajo, a través de la regulación de nuevas formas de contratación, que permitan la inclusión y normalización de formas atípicas de empleo, así como la inclusión laboral de personas en situación de discapacidad y adultos mayores. Se nos señala en el mensaje que todo esto ocurre en un “contexto donde la calidad de vida de las personas cobra un rol fundamental a la hora de elaborar políticas públicas”. Ya en el cierre, calidad de vida y transformaciones productivas se reúnen armoniosamente, puesto que una mayor flexibilidad permitiría mayor autonomía individual y colectiva de las partes para superar la burocracia “que retrasa los procesos productivos cuando hay acuerdo entre las partes”.
Nos parece que lo más relevante es el énfasis que el mensaje le imprime a la calidad de vida y la autonomía colectiva e individual como objetivo político, sin embargo, esto aparece totalmente invertido y, a nuestro modo de ver, dicho objetivo es imposible de alcanzar por medio de las propuestas realizadas. El diagnóstico opera sobre el supuesto que existe una libertad individual que no se puede ejercer producto de las regulaciones rígidas del Código del Trabajo. Asimismo, se amplían las posibilidades de negociar jornadas extraordinarias más allá del sindicato, lo cual permite avizorar que el sindicato también es una institución que coarta la libertad individual de negociación del trabajador.
El punto de partida es absolutamente erróneo sobre la realidad empírica del mundo del trabajo, y totalmente desalineado sobre las demandas históricas de los trabajadores organizados del ámbito sindical. El mundo del trabajo en Chile ya es flexible, y por sobre todo, con bajo poder de negociación, pero lo más relevante es que su calidad de vida está precarizada y en esto, no se requiere innovar, los bajos salarios en Chile no permiten que la reproducción de la vida sea lo suficientemente libre como para poder negociar con toda libertad y de forma individual.
Para conciliar vida y trabajo, se requieren recursos que permitan reproducir el hogar. Según la Encuesta de Riesgo Primavera 2018 de la OCDE, cuando se les pide a los trabajadores chilenos que mencionen sus preocupaciones para los próximos dos años, el 53% señala “trabajar pero luchar por cubrir los gastos”, cuando se les pregunta por la siguiente década el 75% señala “la seguridad financiera en la vejez” como uno de los tres mayores riesgos.
En Chile, según el estudio Verdaderos Salarios de Fundación SOL, el 60% de los trabajadores de jornada completa obtiene ingresos inferiores a la línea de pobreza para un hogar de 4 personas. También el 70% de las mujeres gana menos de $400 mil. Si sólo consideramos los ingresos del trabajo y de las jubilaciones contributivas (autofinanciadas) la pobreza sería del 29,4% y no de 8,6% que es la cifra oficial; para las mujeres alcanza el 31,7%. Los ingresos del trabajo producen pobreza y de seguro eso no es calidad de vida ni autonomía. Esto se complementa con un diagnóstico mucho más sombrío que el planteado por el gobierno, con los altos niveles de endeudamiento de los hogares, que alcanzaron el 73,3% de los ingresos disponibles para el 2018, y el total de morosos, que ascienden a 4,5 millones en la actualidad según la Universidad San Sebastián a partir de DICOM-Equifax.
Tales bajos salarios, se sostienen en un mundo del trabajo altamente flexible. Según el Employment Outlook OCDE 2018, Chile es el país con mayor tasa de jornada parcial involuntaria sobre el total de ocupados, luego de Italia. A su vez, es el país con mayor empleo temporal (27,7%), luego de Colombia 28,2% (aunque sólo alcanza los USD 15.575 per cápita según WEO abril 2019). Incluso en los tramos etarios más “empleables” entre 25 y 54 años, es el país con empleo temporal más alto con 27%.
Complementando tal diagnóstico, el mismo informe señala que la incidencia del empleo que dura menos de 12 meses es del 27%, uno de los más altos junto con Corea y Colombia. El rango entre 25 y 54 años supera a Corea incluso. Para el caso de los adultos mayores de 55 – 65 años es del 15%, también uno de los más altos junto a Corea (32%). Lo mismo ocurre a nivel de las mujeres con un 26,4% en esta situación, detrás de Corea y Colombia, el promedio OCDE es del 17%.
El diagnóstico entonces, señala una alta flexibilidad laboral comparada con países de PIB per cápita similares, sobre todo para el caso de las mujeres, a quienes más urge un necesario complemento entre trabajo doméstico y no remunerado, para disminuir la carga global de trabajo. A su vez, señala salarios de pobreza que determinan una precariedad material bastante generalizada en los hogares que viven del trabajo. Por lo tanto, cualquier reorganización de la jornada de trabajo, incentivará a trabajar más horas, pues se necesitan más ingresos para las inmensas mayorías. Y, en este escenario, la libertad para conciliar vida y trabajo no se dará, y el trabajador tampoco tendrá mucha capacidad de negociación, pues dado los bajos salarios, deberá aceptar más horas de trabajo o un segundo empleo. Por ello, el sindicato y la negociación colectiva son las instituciones fundamentales para complementar el análisis sobre la supuesta libertad y capacidad de negociar condiciones de vida con el empleador.
Según la base de datos del Sistema de Relaciones Laborales de la Dirección del Trabajo, en Chile hay 11.652 organizaciones sindicales y el 51,8% de ellas tiene menos de 40 socios. Tan solo un 9,6% supera los 200 socios. Esto es una primera aproximación a un actor colectivo que se encuentra pulverizado, entre otras cosas, por el esquema normativo que determina que la negociación colectiva se realice fundamentalmente a nivel de empresa y no a nivel sectorial o nacional, como ocurre en la mayoría de los países industrializados.
Actualmente, es posible reconocer 5 tipos de sindicatos: transitorio, interempresa, independiente, establecimiento y empresa. El tipo de sindicatos de “empresa” representa el 55,74% del total de organizaciones mencionadas, seguido por sindicatos independientes que representan el 23,14%. Al observar estas organizaciones de trabajadores, según su fecha de constitución, se descubre que a partir del año 2011 la tendencia apunta hacia el crecimiento de las organizaciones constituidas. Al comparar los sindicatos de empresa constituidos en 2011 con los constituidos en 2018, se obtiene un incremento de 121,1% mientras que en el caso de los sindicatos independientes el incremento alcanza un 208,1%.
Si bien se incrementan las organizaciones sindicales en el periodo mencionado arriba, es importante considerar si esto implica un incremento de trabajadores y trabajadoras afiliadas. La cantidad de personas asociadas a sindicatos que se constituyeron por año aumentó en 8,5% entre 2011 a 2018. Mientras que la cantidad de sindicatos constituidos en el mismo periodo aumentó en un 131,0%. Si se simulara una relación entre cantidad de asociados y sindicatos constituidos tendríamos que en 2011 había en promedio 88 asociados por sindicato constituido mientras que en 2018 el promedio baja a 42.
Al año 2018 se habían creado 11.357 organizaciones sindicales, con el 45,9% de ellas constituidas entre 2011 a 2018. Esto da cuenta de que casi la mitad de las organizaciones sindicales tienen menos de una década de existencia. El incremento más fuerte se dio el año 2018, donde la constitución de sindicatos alcanzó los 1.035, de los cuales un 51,7% corresponde a sindicatos de empresa y un 22,0% a sindicatos independientes. Según cantidad de socios se comprueba la atomización, pues el 73,4% de estas organizaciones corresponde a sindicatos con menos de 40 asociados, tan solo el 2,0% corresponde a organizaciones con 201 o más miembros.
La pulverización de las organizaciones sindicales se expresa como un aspecto estructural del modelo de relaciones laborales. Si bien, se incrementa el número de organizaciones sindicales constituidas luego de la última reforma laboral del segundo gobierno de Michelle Bachelet, esto no implica que sean organizaciones más robustas, con mayor cantidad de personas asociadas y mayor poder de negociación ante el empleador.
De este modo, nuestro diagnóstico refuerza la incapacidad de negociar por parte del trabajador individual, ya que éste se sostiene sobre una fuerza de trabajo flexible empobrecida, disciplinada con bajos salarios y alto endeudamiento, sometida a necesidades de una seguridad social mercantilizada e incapaz de reunir poder colectivo para poder negociar sus condiciones básicas. Bajo este diagnóstico, la agenda de modernización laboral, es una propuesta de reforma para el capital y no la disposición democrática de las mayorías que viven del trabajo.