Jugando a los pistoleros por Mario Silva Mera, Dirigente Sindical y Escritor

Jugando a los Pistoleros

Autor: Mario Silva Mera Presidente del Sindicato Nacional GTD Telesat

Dedicado A mi padre Evaldo Silva Negrete, Q.E.P.D, "te prometí que lo haría, y lo hice. Este cuento es para ti…"

  - Los compre- le dije bajito al Feña cuando la señora Zoila nos dejó solos. Fui a  casa “Humbo” y los saqué barato, cáchate que había una pistola como la de Dick Tracy, entera de pulenta. -¡Saca afuera!, muéstramelo, me dijo mientras le tiritaba la mano y abría los ojos. Dejé el atado de diario de la tarde sobre una silla, metí la mano al bolsillo, y mirando en todas las direcciones, saqué los dos  rollos de fulminantes y se los mostré. - Ya lo probé. No hay problema. - ¿Y cómo? - La cargué. Disparé dos veces. El Feña se pasó la lengua por los labios y me preguntó: - ¿Y cómo suenan? - Fuerte, nunca tanto como las de verdad, pero echa su resto de humo y fuego, a mí me gusta el olor que deja después del disparo. - ¡Pulento! En ese momento entró la señora Zoila, su mamá, nos miró fijo tratando de adivinar lo que estábamos tramando y le dijo: - Fernando, está lista la once, anda a lavarte las manos. Me miró junto con preguntarme si quería una taza de café. - Sí, por favor. Entramos al baño y antes de lavarse, el Feña se orinó las manos y contuvo un grito. Sus manos estaban llenas de heridas producidas por el cemento y la piel que se soltaba después de haberse reventado las ampollas y en sus palmas se veía la carne roja y viva que poco a poco se iba cubriendo por los callos. Apretó las mandíbulas y con los ojos llorosos me dijo: - Me las meo para que no se me infecten. Eso me dijo el maestro Peñaloza. Metió las manos bajo el agua  y se quedó ahí por un rato, suspirando. ¡Duele más que la chucha!, pero ya se me están colocando duras, después no va a pasar nada. -El macho cruje, pero no grita, le dije a modo de consuelo. También me lavé. La mesa estaba servida y nos sentamos. Él a la cabecera, ocupando el lugar que había dejado su papá después de fallecer, y yo al lado, en el lugar de los invitados. La señora Zoila llegó con la tetera hirviendo y procedió a echarle el agua a las tazas. Desde la cocina me llegaba un olor a bistec y cebolla frita que me hacia tiritar de placer: “carne”, Dios mío, carne y frita, con cebolla y ajo, acompañada con pan amasado untado en mantequilla y una taza grande de té con canela, limón y endulzado con miel de abeja. Cerré los ojos por un momento y creí estar en el paraíso. Cuando íbamos a atracar diente, sigilosamente aparecieron los cinco hermanos menores del  Feña y se pusieron en el extremo de la mesa, frente a él, en silencio, con sus caras recién lavadas, mal peinados y el hambre pintada en sus ojos. Lo cuatro menores obedecían ala Claudiay ni pestañaban. Juanito, el más pequeño, apenas asomaba la mollera sobre la mesa y sujetando sus manitos sobre el borde, se empinó en la punta de sus pies, asomó su carita, se pasó la lengua por los labios y dijo: “Hola Feña, dame pan”. Feña me miró y tomando el pan, lo abrió, puso dentro el bistec con el huevo, lo cerró y procedió a dividirlo en cinco y lo repartió.La Claudiano aceptó y le dijo: “Yo sólo quiero que me compres un lápiz para terminar las tareas” Feña se metió la mano al bolsillo y sacó unas monedas. “Toma, le dijo, y con el vuelto cómprate un Berlín.” Claudia sonrió, tomo a los menores de la mano y antes de salir le dio un beso en la mejilla, los menores hicieron lo mismo. Ahí me quedé helado, porque eso era lo que ellos hacían con don Pancho, su padre, antes de que muriera. Entonces tome un largo sorbo de café y me quedé callado, pensando en mí papá, porque él hacía lo mismo cuando regresaba del trabajo para la quincena y yo lo esperaba en la entrada de la casa, y él me subía sobre sus hombros y nos íbamos a comprar los huevos, después llegábamos y procedía a quebrarlos y vaciarlos dentro de un vaso, los revolvía con un poco de sal, pimienta y limón y me lo hacia sopetear con el pan caliente, crujiente. Dejó de hacerlo después de la huelga, de perder el trabajo y quedar dentro de la “lista negra” de los empresarios. - Que rico que  tu padrino pudo arreglar la radio, me dijo Feña y yo volví de mis sueños. -Sí, mí padrino es entero de capo. El hace clases de electricidad en la “Universidad Popular Fermín Vivaceta”. Terminamos de tomar onces y partí a la casa, le pase a mí mamá el dinero que había ganado vendiendo los diarios de la tarde y fui directo a la pieza, saque la maleta de debajo de la cama y la abrí para tomar la caja donde los guardaba. Era dos revólveres de fulminante, cromados y con las culatas negras que mí papá me había traído al regresar de Europa, donde había estado legislando enla OIT. Les cargué los fulminantes, me los puse bajo la camisa y regresé donde el Feña, que me esperaba junto a la radio. Estaba solo y me dijo que su mamá había sacado a los menores a la plaza, para que lo dejaran escuchar tranquilo el capítulo del “Llanero Solitario”. Ese viernes, mientras sosteníamos los revólveres entre nuestras manos, supimos que el villano de esa semana, el tan mentado “Asesino que Silbaba” no era uno, sino dos, y eran forajidos asaltantes de diligencias que se habían escapado de la cárcel y se hacían pasar por vaqueros del rancho “La Herradurade Plata”. Nos quedamos tiesos al comprobar la astucia del indio Toro, al deducir por el olor que había en el lugar, y el tipo de hierba que había encontrado en las patas de los caballos que estaban amarrados frente a la cantina del pueblo. Se produjo un tiroteo y los forajidos fueron reducidos sin que nadie más saliera herido. Terminado el programa, nos miramos fijamente y le dije: - Yo cacho que tu debería ser ahora el Llanero, porque compraste los fulminantes. - No, me contestó el Feña, mirando el revólver que centellaba como luciérnaga dentro de la oscuridad del comedor. Tu tenís que ser el Llanero, porque le pagai ma´a la sin hueso y decis cosa encachadas. No, yo voy a ser el Toro. No te preocupí. Entonces tomamos posiciones dentro del comedor. Con once años cada uno, nos estábamos despidiendo de nuestra niñez para siempre porque las circunstancias así lo exigían y éramos “hombres”, y había que apechugar, sin correrse ni echar pié atrás, y no podíamos gritar, a lo sumo, crujir. Pero igual en ese momento nos resistíamos y por eso estábamos ahí, frente a la radio, con los revólveres listos. Me puse el antifaz; él la pluma y nos colocamos espalda con espalda para comenzar a dispararles a los enemigos que aparecían desde las sombras como adultos sin ilusiones y que ebrios de amargura nos trataban de matar nuestra niñez con su huevada de realidad. Les dimos a todo lo que movía  hasta agotar las municiones, justo antes de que llegara su mamá con los menores y encendiera la luz.La Claudiaencontró que el comedor estaba hediondo a pólvora. No la cotizamos y nos sentamos junto a la radio, con caras serias de “hombres grandes”, y nos aprestamos a escuchar otro capítulo de “Tarzan, el Hombre Mono”.  

FIN