Publicado por El Mostrador el 7 de diciembre de 2017
¿Qué ves en una blusa hecha en Chile? Muchos dirán fomento a la industria nacional, calidad, buenos precios e impulso al trabajo local. Pero hay un problema que radica en el tipo de trabajo que se está fomentado. Esta es la historia de las trabajadoras invisibles en la línea de producción, una que muestra la cara más negativa de la blusa que llevas puesta: pagos increíblemente bajos, extenuantes jornadas y explotación. Una realidad cosida a puntadas de dolor de dedos ya deformes y espaldas encorvadas. Una historia de precarización que nace desde las personas más pobres y llega a la vitrina de importantes marcas de vestuario.
Es martes en la población La Victoria. En un pasaje ubicado entre las calles Unidad Popular y Carlos Marx, se ubica la casa-taller de Danila Oliva (47), una de las mujeres que es trabajadora textil domiciliaria, es decir, que confecciona y arregla vestuario desde su casa. Ella hace nuestra ropa.
Se encuentra sentada junto a Yanet Uribe (58), otra vecina que trabaja desde su casa, solo que ahora recibieron un pedido juntas. Mientras conversan sus manos no dejan de moverse y a su lado se levanta una pila enorme de morrales color rosa. Cuentan que están atrasadas con el pedido. Les encargaron 1.200 morrales y no dieron abasto; sabían que era un trabajo difícil, pero necesitan comer. Por cada morral completo, ganan $200 –por lo que cada una se lleva $100–. Bostezan y se quejan del dolor en sus dedos y espalda. Continúan trabajando y dejando morrales en la pila, morrales rosa estampados con una R gigante. Danila y Yanet están elaborando piezas para la multitienda Ripley. La gran R es seguida por la palabra kids. Una ironía de la precarización laboral, porque aquellos morrales son hechos por niños, para niños.
El país con más consumo de ropa en Latinoamérica es Chile y las cifras oficiales lo posicionan como la mitad del consumo que se factura en la región que, desde 2012 a la fecha, ha aumentado en cerca de un 80% por persona en un promedio anual, sin embargo, estos porcentajes son solo un reflejo de cómo se mueve la economía en el país, ya que, en el mercado del retail, el subsector del vestuario es el tercero más grande luego de los hipermercados y la comida envasada, por lo que, a nivel latinoamericano, Chile está entre los países que más consume a la hora de vestir.
La industria textil y de confecciones es un rubro que tiene mayoritariamente mujeres como parte de su fuerza de trabajo. Desde la dictadura de Pinochet, durante los 80, se produjo un proceso de externalización del trabajo para que el mercado nacional fuera competitivo a nivel mundial, esto conllevó despidos masivos, ya que se buscaba desarticular las fábricas para llevar el trabajo a las casas y así abaratar costos.
En este contexto es que decae completamente la industria textil chilena, en que durante los 70 un 97% del vestuario de las familias chilenas era hecho en Chile. Actualmente, esa cifra cae a un 7%, produciendo además un corte en la cadena productiva y siendo tierra fértil para estos talleres de ex operarias que fueron despedidas o mujeres que heredaron el oficio. “Generalmente las mujeres tienen máquinas industriales en sus casas, se las dieron como indemnización por años de servicios y ellas se las llevaron cuando quebraron las empresas, por lo tanto, mantuvieron su fuente de trabajo”, comenta Patricia Coñoman, trabajadora social y presidenta de la Confederación Nacional de Trabajadores Textiles (Contextil) durante 20 años.
Un rubro invisible y oscuro
El trabajo a domicilio funciona sin contratos, horarios ni tarifas fijas. Es más bien un acuerdo de palabra y de confianza. Existe la figura del “enganchador”, que es quien tiene contacto directo con las grandes empresas de retail, busca a las trabajadoras, les hace el pedido y luego solicita el cumplimiento de una fecha para la entrega de los productos, a los que les puede sacar el doble de ganancias sin hacer ningún esfuerzo más que un contacto para tercerización del trabajo.
“Yo trabajo toda la noche. Al otro día me meto a la ducha, pestañeo una hora y sigo con la pega. Tengo hijos que de los 11 años se amanecían conmigo trabajando. El que ahora tiene 19 años, se amanecía pegando botones y al otro día se iba al colegio. La familia de repente te ve tan desesperada por entregar una pega que todos te ayudan, si al final es para nosotros. Son monedas que una no tiene y necesita”, comenta Danila, mientras desliza cordones entre las costuras de los morrales. Los toma con firmeza, pero de manera dificultosa. Trata de estirar la mano para mostrar sus dedos, sin embargo, estos solo varían un poco su ángulo para continuar rígidos.
Bolsa tras bolsa, Danila y Yanet continúan trabajando sin detenerse. El atraso en los pedidos conlleva multas y sanciones económicas, junto con amenazas constantes de perder la consideración para futuros trabajos, porque se hace una situación común que toda la familia, desde los niños y niñas a adultos mayores, se involucren en la producción y confección para cumplir con los plazos, según expone el Estudio del Trabajo en Domicilio en la Cadena del Vestuario en Chile, de la Fundación Sol. Este además señala las enfermedades a las que se ven expuestas: artrosis, discopatías, lumbalgia, pérdida de masa muscular en la espalda, Cifosis (desvío de la columna), hinchazón y dolor de piernas, tendinitis y desgaste en los ligamentos de las rodillas, son algunas de estas.
Yanet, al igual que Danila, trabaja en el rubro textil desde los 15 años. Ambas no terminaron la enseñanza por la necesidad de mantenerse. Hoy, con alrededor de 58 años, dice que ya no puede ver sin lentes y que los dolores de cabeza son terribles mientras cuenta del problema a los riñones, la espalda y las rodillas, además del estrés, ya que por estos mismos morrales hace unos días colapsó.
–Llamé llorando a la Dani, diciéndole que no podía. Tenía 2 mil bolsas, se acercaba el plazo y en un día apenas hago 100. Llamé también llorando a la empresa, diciendo que ya no quería más… que ya no podía más...
-¿Y qué le dijeron?
-Nada poh. Que tenía que responder no más. Que dónde las iban a mandar, que ya me había comprometido, que después me iban a recompensar con un trabajo mejor pagado.
Producto de la informalidad y falta de regulación con la que operan estos niveles de la línea de producción textil, las trabajadoras no tienen previsión de salud. Asimismo, no cotizan en AFP ni pueden ampararse bajo las leyes laborales. “Nos pasan el dinero no más. Una solo firma para comprometerse por los plazos. A los grandes no les vemos las caras, solo a las personas que toman la pega y la ofrecen. Es gente siempre de allá arriba. La industria nos necesita porque pagan muy poco. Se evitan de pagar. Nosotros no tenemos previsión, no pagan la mantención de las máquinas, se evitan los gastos”, resume Danila, levantándose dificultosamente para cortar más cordones. Usa una faja metálica para mantener recta su columna y aplacar los dolores de espalda que no puede atender por falta de dinero. "Una no tiene derecho a enfermarse”, susurra.
Las trabajadoras textiles domiciliarias, producto de la presencia del intermediario, solo conocen las marcas para las cuales trabajan debido a las etiquetas. Muchas veces es el mismo enganchador quien va a retirar los productos, pero todo varía según la empresa.
Patronato
Caminar por Patronato siempre es un bombardeo de las últimas tendencias a muy bajos precios. Las pequeñas calles abarrotadas de maniquíes, ofrecen vestuario desde los $2 mil. Al caminar es usual escuchar el ruido de máquinas de coser provenientes de los mismos talleres de confección ubicados en las cercanías, pero al parecer el precio tan atractivo tiene una relación con la explotación que se instala en el origen del característico sonido.
Pablo Galaz es representante en Chile de la organización internacional llamada Fashion Revolution, la cual vela por la eliminación de todo tipo de violencias en la industria textil mediante el fomento del rol fiscalizador que posee el consumidor. Él sostiene que esta violencia está más presente de lo que uno cree y que es directamente proporcional al costo de las prendas de vestir: “Los costos bajos que aparentemente tiene la ropa en los países en vías de desarrollo, o con muchos tratados de libre comercio (como el nuestro), viene de la presión que se ejerce sobre las personas. Nadie hace el recorte del precio a partir de las utilidades, el transporte o la distribución; se recorta en la calidad, la protección de los derechos de los trabajadores, en salario y seguridad”, detalla.
Marcela Meneses es diseñadora de vestuario con 35 años de experiencia. Ha trabajado en fábricas de ropa corporativa, diversas boutiques y elaboró el vestuario del reality “Mundos Opuestos”, de Canal 13. Durante su trayectoria ha habido momentos donde ha necesitado apoyo de talleres externos y comenta que así conoció los talleres de bajo costo de Patronato. Donde, por un muy bajo costo, reciben el total del encargo en un tiempo muy breve. De eso ya han pasado 10 años.
Asimismo, L. –que ha preferido resguardar su identidad– es diseñadora de vestuario hace 6 años. Hoy cuenta con su marca y tienda propia. Relata que por la necesidad de apoyo en la producción llegó a uno de estos talleres. “Lo que vi me dejó impactada. Era una bodega cerrada con candado por fuera, donde había unas cuarenta personas. Prometían tener todo a plazo porque tenían que trabajar toda la noche si era necesario. Ellos cobraban por prenda. Estaban todos hacinados, sin protección”, cuenta L. con preocupación.
Al caminar por Patronato, parece ser un secreto a voces. Al preguntar por los talleres de bajo costo nadie sabe; sin embargo, basta con insistir un poco y hablar de grandes volúmenes para que lluevan las direcciones. Los procedimientos son especificados con detalle: “Ve a tal lado, pregunta por David, di que te manda Juan Antonio”, “entra por tal cité, golpea la puerta al costado de la casa amarilla”. Los precios se mantienen dentro de un mismo rango: $600 por una polera confeccionada desde cero, $200 por coser, $100 por cortar. Ofrecen tener 300 prendas en menos de una semana.
Las instituciones que deberían velar por la dignidad del trabajo operan de forma contradictoria, por una parte, el Estado de Chile no reconoce ni tiene conocimiento de esta forma de trabajo, así lo explicita la Dirección del Trabajo por medio de su encargada de comunicaciones. Sin embargo, para el Servicio de Impuestos Internos (SII) estas trabajadoras son vistas como “trabajadoras independientes”, “microempresarias” y “emprendedoras”, cuando en realidad se omite la falta de contrato, previsión de salud y sistema de pensiones, elevando aún más los niveles de precarización y quedan totalmente coartadas para postular a cualquier beneficio social.
Durante la dictadura militar se implementó el denominado “Plan Laboral”, un conjunto de disposiciones que cambiaron por completo las normas sociales que contenía el Código del Trabajo de 1931: Decreto Ley 2200 de 1978, que legisló en relación contrato de trabajo y la protección de los y las trabajadoras. Esta reforma es clave para entender la situación de las trabajadoras en domicilio en Chile. “Cuando se hace el Código Laboral 2200, las trabajadoras en domicilio quedan fueran de él. Por lo tanto, no existen en el Código del Trabajo y, al mismo tiempo, Chile nunca ha firmado los contratos (internacionales) relacionados con el trabajo en domicilio”, explica Patricia Coñoman.
En la misma línea es necesario entender que, para que este sistema funcione dentro de la normativa vigente, “hay muchos vacíos legales y falta de preocupación del Estado. Estamos bajo una forma que reformó el sistema de negociación colectiva”, explica Nicole Henríquez, abogada especializada en Derecho Laboral.
Frente a este panorama, Alexander Paez, investigador de la Fundación Sol, apunta al Estado como principal factor en la precariedad inducida a los hogares de las mujeres trabajadoras: “Tanto las empresas, el Estado y su legislación social, son coautores; sin embargo, el Estado actúa invisibilizando y precarizando la normativa laboral, no garantizando derechos ante la ausencia de un sistema de seguridad social y al fomentar medidas ideologizadas y paliativas de microemprendimiento, capacitación y capitales semillas”. Sin embargo, existe otro camino que puede aportar de forma positiva.
La sindicalización como respuesta
La creación de sindicatos de trabajadoras en domicilio ha sido un pilar fundamental para la organización y, sobre todo, formación de las trabajadoras para aprender a generar espacios de acción colectiva y postular a ferias locales o proyectos más grandes, como fondos de financiamiento, además de las actividades propias de un sindicato, donde fomentan vínculos de cooperación y, además, en este caso, de solidaridad.
Lavar la ropa, hacer almuerzo, ir a dejar los hijos al colegio, preocuparse de todos los quehaceres del hogar y además trabajar en confeccionar el pedido pendiente, son solo parte de las obligaciones que estas mujeres asumen todos los días, sin descanso ni horarios. Esta situación genera empatía entre las trabajadoras, que no solo comparten la situación de precariedad, sino también su condición de mujeres que es imposible no ligar con experiencias vitales, donde la clase y el género se cruzan.
En este contexto es que generar espacios de organización se transforma en instancias para promover el empoderamiento y que, así, estas mujeres comiencen a alzar la voz para hacer frente a las violencias de su espacio laboral y también doméstico. Los distintos sindicatos de mujeres organizadas, siendo el de Coquimbo el más grande del país con cerca de 60 socias, se convierten en espacios de socialización y autoformación.
Al mismo tiempo, la organización sindical busca que las mujeres se hagan conscientes de la necesidad de una reivindicación de sus derechos y el impacto que este tipo de trabajos conlleva tanto a nivel personal como político, siendo su mismo hogar el lugar de explotación, por lo implica un nuevo concepto de territorio, en consecuencia, este tipo de organización entre trabajadoras se empeña en dar valor al trabajo y busca visibilizar las grandes consecuencias del aislamiento e invisibilización del rubro.
En el caso de Yanet y Danila, ambas forman parte de la Confederación Nacional de Trabajadores Textiles (Contextil). Cuentan con gran confianza cómo este espacio les ha permitido acceder a información a la cual nunca habrían podido llegar. Gracias a la realización de reuniones y asistencia de expositoras extranjeras, se enteraron de que su trabajo era valorado anteriormente, de sus derechos, del real precio de su trabajo, de lo que es la trata de personas y, sobre todo, que la organización es una herramienta fundamental.
Gracias a esto, ellas mismas levantaron un sindicato con sus otras compañeras de la población La Victoria. Sin embargo, ese proyecto quedó estancado por la falta de tiempo. Asimismo, no han podido asistir a otras reuniones de Contextil por falta de dinero. De esta forma se genera una espiral que bloquea la organización: para tener dinero deben trabajar, al tomar los encargos deben cumplir los plazos de entrega, por lo que no tienen tiempo. Y así sucesivamente. A pesar de ello, los consumidores también tienen un rol activo en la violencia.
Consumidores conscientes
La violencia presente en el vestuario se mantiene durante su compra y posterior uso. Va incluida en el valor que pagamos: la polera de $10 mil incluye los $600 para su confección y los $9.400 en ganancias para la empresa. Por ello, Pablo Galaz, representante en Chile de Fashion Revolution, sostiene que un verdadero factor de cambio es el impacto en estas ganancias, y esto solo se conseguirá mediante la visibilización que fomente una conciencia personal, “porque en el fondo es una responsabilidad, ya que tú pagas por un producto hecho sobre la base de la explotación. Si tú tienes esa información, transparéntala. Si te das cuenta de las malas condiciones, influye para que eso cambie. Entonces, en la medida que nosotros logramos mayor protagonismo de los consumidores en las marcas a las que compramos –para exigirles mayor transparencia y acción sobre proveedores–, estos generarán acciones y cambios. Y se han logrado cambios".
Así, al intentar consultar a Ripley y Cannon por su postura frente al hecho de que los productos que comercializan fueron hechos mediante trabajo infantil, no se logró concretar una respuesta.
Danila y Yanet sostienen que quieren seguir trabajando con las empresas, pero a la vez lograr una mejora en sus condiciones laborales. “Ustedes, todos, se visten porque nosotras trabajamos, porque sin nosotras no habría gente que hiciera ropa”, dice empoderada Danila. “No tengo los contactos ni recursos, pero sería bueno poder hablar con ellos directamente y decirles 'esto ofrezco y en estas condiciones'. Pero ¿cómo voy a competir en un concurso frente a los grandes? Al final vivo acá y por eso te discriminan”, concluye, dejando a un lado los morrales que tuvo en sus adoloridas manos durante toda la entrevista.
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En La Victoria las calles están adornadas con banderines de papel que las atraviesan desde las alturas. Yanet se retira porque debe ir a dar almuerzo a su nieto. “Estaba dando la PSU, ojalá le vaya bien. Al final uno hace esto para que ellos puedan tener una vida mejor que la que una tuvo”, dice.
“Mi sueño es arreglarme los dientes, yo ya estoy vieja y no he podido hacerlo en el consultorio. Al ir con dolor de muela, te la sacan, no la arreglan. Para mí eso sería mi sueño, arreglarme mis dientes y tener un local donde vender mis cosas”, dice Yanet, dejando a un lado los lentes que la guían en cada puntada que da.
“No. Yo ya no creo en los sueños… tengo muchos, pero uno sabe que no se van a cumplir. No me proyecto. Lo único que he querido es tener un local para poder trabajar tranquila y poder confeccionar lo que uno realmente quiere hacer. Cuando chica se suponía que sería diseñadora de vestuario, pero la falta de recursos poh... Estoy cansada de la vida, pero lo único que me impulsa a seguir son mis nietos”, concluye Danila, mientras mira la hora, pendiente de ir a preparar el almuerzo para la familia.