Columna de opinión publicada en Red Seca el 20 de abril de 2011
Por Gonzalo Durán, investigador Fundación SOL
El pasado jueves 31 de marzo, las autoridades dieron a conocer una nueva medición de empleo y desempleo. Como ya parece ser una costumbre, solo hay cabida para celebraciones y auto elogios. Esta vez, el número de empleos creados llegó a 478 mil en lo que va de la administración Piñera.
Sin embargo, de ese total, los puestos de trabajo asalariados, con probabilidad de contrato, AFP y otras condiciones, corresponden a 261 mil personas. Se trata de un aumento no significativo. De hecho al realizar el mismo cálculo un año antes, con crisis económica a cuesta, ya través de la misma encuesta, se concluye que se crearon cerca de 160 mil empleos asalariados. La diferencia radica en que ahora se crearon más puestos de empleo de media jornada, por tanto ajustando por puestos de jornada completa, la noticia se desinfla. Pero hay más.
Uno de los aspectos poco percibidos de los últimos resultados de las cifras de empleo tiene que ver con la productividad del trabajo en las empresas privadas.
En efecto, basta observar el exiguo aumento de los empleos asalariados, versus el desbordante aumento en las ganancias empresariales (sobre el 50%), para confirmar la felicidad de la clase patronal chilena.
Con menos trabajadores, las ventas y las ganancias están creciendo aceleradamente, es decir, la productividad del trabajo es la que está aumentando. Notición, sobre todo para quienes dudan en la productividad del trabajo en Chile.
¿Es malo que aumenten los beneficios empresariales gracias a un aumento en la productividad de los trabajadores? En el caso chileno, sí, pues estos aumentos en productividad no se acompañan de aumentos en remuneraciones. Y en esto no nos confundamos. Mucho se habla, desde posiciones teóricas, sobre como la baja productividad del trabajo en Chile impide que los salarios pueden aumentar.
En esto la clase patronal no vacila. El ejemplo más clásico se puede ver en las respuestas a los proyectos de contratos/convenios colectivos presentados por los sindicatos. La clásica réplica a cualquier intento de justicia salarial es acallada con expresiones tales como “se rechaza el reajuste pues significa aumentos en costos que no se condicen con aumentos en la productividad”.
Lo que nos muestra nuestra poco utilizada (y analizada) Encuesta de Empleo, no difiere de otros análisis que constatan, con datos oficiales (Banco Central y del mismo INE), que las empresas nos están pagando los aumentos de productividad a sus trabajadores (estudio para Chile del Instituto Internacional de Estudios del Trabajo de la OIT en Ginebra).
No es de extrañar entonces que Chile sea uno de los países más desiguales en la distribución del ingreso a nivel mundial. Lo extraño es que recién ahora los ministros derechistas admitan lo bochornoso que resulta este indicador.
Con mercados laborales tan imperfectos como el chileno, es necesaria una institucionalidad fuerte que intervenga en las relaciones industriales (Boeri and van Ours, 2008).
De no ser así, seguiremos observando como el surplus de productividad que no se paga al trabajador lo acumulan las empresas, a través de equipos gerenciales, de administración y en sus propios dueños.
En esto, la evidencia es clara, se requiere un marco institucional musculoso tanto para la negociación colectiva como para esquemas participativos de los trabajadores en las ganancias de las empresas.
Sin ajustes en estas materias difícilmente podremos salir de la bochornosa situación de la cual recién se percatan nuestros ministros de Estado. Basta de celebraciones sin sentido, lo que se necesita es empleo, pero de calidad. No es suficiente contar más y más ocupados; no olvidemos que al final para ser considerado ocupado (estadísticamente hablando) basta con trabajar una hora a la semana.