Publicada en Ciper el 15 de marzo 2017
Por Benjamín Sáez, investigador Fundación SOL
La creciente incorporación de la mujer al mundo del trabajo remunerado es uno de los fenómenos más significativos de los últimos 30 años. No se logra comprender la fisonomía actual del empleo en Chile sin observar este proceso y sus consecuencias desde el punto de vista de las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo y las circunstancias en que los hogares se insertan en las cadenas de producción y circulación del capital.
La tasa de ocupación femenina en 1990 se mantenía en un promedio anual en torno al 29%. Esto quiere decir que menos de un tercio del total de mujeres en edad de trabajar se incorporaba a alguna ocupación o actividad económica comprendida dentro de la frontera de la producción (como se define de acuerdo al Sistema de Cuentas Nacionales [1]). En esa misma fecha, la tasa de ocupación de los hombres se aproximaba a un 70%.
Durante los últimos 27 años, la ocupación femenina creció en promedio un 3,5% al año, llegando (durante el primer semestre de 2016) a una tasa de ocupación cercana al 45%. En este periodo, el ritmo de expansión de la ocupación masculina se mantuvo en un moderado 1,7% anual, creciendo a un ritmo menor que la cantidad de hombres en edad de trabajar. Esto ha empujado a una reducción en la tasa de ocupación de los hombres, que alcanzó un promedio en torno al 67% durante la primera mitad de 2016. Ampliando el periodo de análisis, es posible constatar un estancamiento profundo de la ocupación masculina, que exhibe una tendencia a la baja desde mediados del siglo XX.
La interpretación habitual de este proceso enfatiza la importancia de los trabajos por cuenta propia en el empleo femenino, así como el incremento de otras categorías generalmente asociadas a empleos precarios (como la de Familiar No Remunerado). No obstante, si se toma en consideración la proporción de asalariadas sobre el total de mujeres en edad de trabajar, se observa un aumento significativo en la asalarización femenina, que crece cerca de un 56% entre 1990 y 2016. En el mismo periodo la proporción de hombres asalariados sobre el total de hombres en edad de trabajar creció apenas un 6,3%. Esto significa que desde el retorno a la democracia (y con una intensidad variable, pero una tendencia constante) son las mujeres quienes han dinamizado el empleo asalariado, especialmente en los servicios y el comercio.
El ritmo de estas transformaciones en la división sexual del trabajo no ha ido acompañado de un cambio significativo desde el punto de vista de la distribución del poder entre hombres y mujeres, manteniendo los dispositivos y disposiciones de la dominación masculina tanto en el espacio de la «producción» como en el espacio de la reproducción doméstica. De ahí que se mantenga una brecha de ingresos que discrimina abiertamente el costo de la fuerza de trabajo femenina [2]; discriminación en el acceso a ciertas ocupaciones y cargos directivos [3]; y una tensión creciente en relación a la carga de trabajo doméstico no remunerado y la carga laboral remunerada [4]. Esto hace que los efectos de la incorporación de la mujer al «mercado del trabajo» no necesariamente se traduzcan en una mayor autonomía económica.
La mayoría de los empleos creados para las mujeres en el curso de estos 30 años se concentra en jornadas de baja intensidad horaria, precipitando el subempleo estructural de la fuerza de trabajo ocupada. Del total de los empleos creados para las mujeres entre 1990 y 1999 un 10% correspondió a jornadas de menos de 10 horas. Entre el 2000 y el 2009 esta cifra aumentó a un 21% y a un 26% en los últimos 6 años. Actualmente en Chile hay aproximadamente 380.533 trabajadoras a tiempo parcial que se encuentran subempleadas, requiriendo trabajar una mayor cantidad de horas, ausentes en la oferta de empleo [5].
En la conciliación o disputa por la distribución del tiempo y la inserción de los miembros del hogar en el trabajo remunerado se observa cómo –a pesar de estos cambios– se mantiene la explotación de las mujeres. En un día de semana normal, los hombres que trabajan en jornadas de más de 30 horas realizan en promedio 2,6 horas diarias de trabajo doméstico no remunerado (limpieza, crianza, mantención del hogar, compras, etc.), mientras las mujeres destinan diariamente un promedio de 5,6 horas. Los hombres empleados con jornadas a tiempo parcial, por su parte, realizan en promedio 48 minutos adicionales de trabajo doméstico no remunerado respecto de aquellos con jornada completa. En el caso de las mujeres, la carga de trabajo doméstico de quienes se emplean a tiempo parcial aumenta aproximadamente en 2 horas diarias, de acuerdo a datos de la Encuesta Nacional sobre Uso del Tiempo (ENUT).
Estos datos muestran que el eslogan de conciliación trabajo-familia con que se promueve la creación de jornadas parciales sólo aplica para aumentar la carga de trabajo reproductivo de las mujeres. En términos agregados la tendencia se expresa en una mayor carga global de trabajo para las mujeres, que diariamente aportan 2 horas más de trabajo a la economía que los hombres, sin importar el rango de jornada en que se empleen [6].
Sin la capacidad de trazar con claridad los contornos de estos fenómenos recientes y sus consecuencias para el avance o retroceso en la lucha por la eliminación de todas las formas de violencia contra las mujeres, se corre el riesgo de iluminar tan sólo los aspectos positivos de la incorporación de la mujer al mundo del trabajo. Los alcances de estas contradicciones aún se desconocen, planteando importantes interrogantes a la investigación sobre el trabajo en Chile.
*Benjamín Sáez es sociólogo e investigador de la Fundación SOL. Los datos presentados corresponden a una investigación en curso y se han obtenido en base a microdatos de las encuestas oficiales para medir el empleo en Chile (ENE y NENE) y la ENUT, para el análisis del uso del tiempo.