La Organización Internacional del Trabajo (OIT) en su Convenio 177 de 1996 (no ratificado por Chile), señala que el trabajo a domicilio es aquel realizado por una persona en su domicilio o en otros locales distintos de los del empleador a cambio de una remuneración, con el fin de elaborar un producto o prestar un servicio conforme a sus especificaciones (independientemente de quién proporcione el equipo o los materiales utilizados). Esta definición distingue a los “independientes” o cuantapropistas de los trabajadores a domicilio que realizan un trabajo subordinado y dependiente de un empleador que, directamente o por medio de un intermediario, da trabajo a domicilio, esté o no prevista esta figura en la legislación nacional.
Ahora bien, esa relación de dependencia laboral no siempre es tan reconocible y comprobable. Pero desde un punto de vista crítico, se evidencia en cuanto los trabajadores a domicilio no trabajan para sí (como un productor/a independiente), sino que para otros, cumpliendo las instrucciones de quien le proporciona trabajo. Además, el trabajo a domicilio habitualmente presenta continuidad y estabilidad en el tiempo, de manera que se configura una dependencia económica aunque el pago de remuneraciones no se atenga a las formalidades propias de una relación de dependencia jurídica con el empleador.
Entonces, ¿cuántas personas trabajan a domicilio en Chile? Realmente es muy difícil saberlo. Siguiendo la lógica anterior, las encuestas nacionales permiten captar en general el trabajo en el domicilio sin mayores distinciones. Los datos de la Nueva Encuesta Nacional del Trabajo NENE (último trimestre móvil disponible) muestran que de los más de 650 mil ocupados que trabajan en su propio hogar o en un taller o fábrica anexo al mismo, la mayoría son mujeres (un 60,5%) y el 82% de ellas es de zonas urbanas. Para hacerse una idea, esto corresponde a más del 12% del total de las ocupadas a nivel país. De dichas mujeres de zonas urbanas que trabajan en su propio hogar o en un lugar anexo a este, el 27,2% se desempeña en actividades de manufactura (la actividad más común después del comercio).
Si bien el trabajo remunerado realizado en el domicilio no es algo nuevo, su preponderancia –siempre poco resaltada- no es una casualidad. Se relaciona con los cambios en la matriz productiva del país que ha conllevado el cierre de varias industrias y también la reorganización de la producción mediante una fragmentación de las empresas, flexibilizando tanto la producción como la organización del trabajo. Una de las industrias caracterizadas por este proceso es la textil y de confección. Esta industria -con fuerza de trabajo muy feminizada-, desde los años ’80 intensificó un proceso que involucró masivos despidos y –para las fábricas remanentes y las nacientes pymes de confección-, una minuciosa externalización del trabajo para competir con la producción mundial. Esto llevó a que una significativa cantidad de asalariadas de la industria se convirtiera en trabajadora textil a domicilio, además de captar a nuevas trabajadoras para esto.
De este modo, la cadena productiva dio paso al aumento del taller en domicilio, que se encuentra en su base. Las trabajadoras textiles son contactadas en sus hogares por un “enganchador” para coser prendas (o partes de ellas) para pequeñas y medianas empresas de confección, que luego proveen a los centros de uso, que van desde grandes tiendas del retail hasta empresas y establecimientos que demandan ropa institucional. Muchas veces las trabajadoras no saben cuáles son esos centros de distribución finales, y tampoco conocen a otras trabajadoras a domicilio que laboran para los mismos centros; el “enganchador” es la pieza clave para externalizar la producción, de modo que las pymes cumplan con lo encargado por el eslabón más alto de la cadena.
El trabajo en el domicilio involucra a toda la unidad doméstica, pues además de la dinámica común de involucrar a la familia en el trabajo, es finalmente el hogar el que asume costos de producción como electricidad, gas y agua, entre otros. En resumidas cuentas, los hogares con trabajo a domicilio subvencionan los costos de producción de las grandes empresas, que aumentan el costo de reproducción del hogar mediante la disminución del coste del trabajo a un nivel de mera sobrevivencia.
Si bien existe una gran diversidad de costureras y confeccionistas que trabajan a domicilio, generalmente no dan ningún tipo de boleta o comprobante por su trabajo, no tienen posibilidad de negociar los precios y no reciben instrucciones escritas de lo que deben realizar, sino sólo un molde que deben copiar: no reciben nada que pueda demostrar una relación laboral entre las partes. No se reconoce la dependencia con un empleador aunque se deban cumplir tiempos de entrega, instrucciones de trabajo, uso de materiales específicos y estándares de calidad determinados. Como resultado, no se reconoce la relación laboral, no hay certeza de los ingresos y menos cobertura de salud o cotizaciones previsionales. Así, la cadena global de valor conecta un sector moderno y formal con un sector informal, opacado y desprotegido.
Para las trabajadoras textiles a domicilio, la casa se vuelve taller, las tareas domésticas y de cuidados se combinan con el trabajo remunerado y hasta niños y adultos mayores se involucran en él. Este es sólo uno de los tantos ejemplos de cómo se invisibiliza el trabajo femenino y la forma en que los hogares subvencionan las utilidades del empresariado. Por eso cuando los programas gubernamentales o municipales de “emprendimiento” para mujeres insisten en que ellas se miren al espejo como micro-empresarias, ocultan detrás su condición de trabajadoras dependientes y subordinadas, encubriendo la situación de informalidad, inseguridad económica y precariedad en que se encuentran.
[1] Testimonio de trabajadora textil a domicilio, correspondiente a un estudio sobre trabajo textil realizado con la Confederación de Trabajadores Textiles (CONTEXTIL) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 2016, aún no publicado.