Publicada en El Desconcierto el 02 de julio 2015
Por Benjamín Sáez, investigador Fundación SOL
El actual conflicto entre los profesores y el gobierno por el retiro del proyecto de carrera docente, ha reducido a su mínima expresión los temas sobre los que existe algún tipo de consenso entre los actores involucrados (estudiantes, profesores, apoderados, académicos, miembros del poder legislativo, técnicos del gobierno o instituciones de la sociedad civil, medios de comunicación, etc.). Sin embargo, hay un aspecto sobre el que probablemente nadie esté en desacuerdo y es la importancia de la labor de los docentes en el aula para garantizar una educación de calidad. En el terreno de discordia, esta idea aparece, por un lado, como una verdad absoluta para designar a los culpables del fracaso de la educación pública [1], mientras que por otro, desaparece como consi gna que se lleva el viento al momento de decidir los alcances y prioridades de la reforma.
Paradójicamente, en los espacios de opinión pública “es verdad” que los profesores son lo más importante cuando hay que explicar lo mal que está la educación, pero sólo es una verdad a medias cuando se ponderan diagnósticos y alternativas para mejorar la educación pública. Aunque incluso los sectores más conservadores (aquellos que apuntan a mantener y profundizar la orientación actual del sistema educativo) reconozcan que los profesores son la piedra angular del sistema, sus demandas se interpretan mayoritariamente como un capricho sectorial e incluso una “extorsión” [2] y no, como una de las preocupaciones fundamentales que debiese contemplar la reforma educacional. No se trata sólo de una diferencia de énfasis, lo que revelan estos juicios del sentido común es que existe un trasfondo ideológico que legitima que los profesores ocupen un rol secundario en la toma de decisiones. Un ejemplo ilustrativo es que en la evaluación de programas estratégicos para mejorar la calidad de la educación pública, como el Programa “Liceos Bicentenario de Excelencia”, sólo se considere la voz de sostenedores, directores y apoderados, excluyendo la experiencia de primera fuente que tienen las profesoras y profesores que han participado de esta experiencia [3].
La gran mayoría de la élite intelectual, los expertos en educación, los altos funcionarios técnicos del estado, directivos de establecimiento, sostenedores y políticos ya han designado a los culpables del lamentable estado actual de la educación pública. Por ese motivo y con esa “legitimidad”, la mayoría de las reformas tienen como “objeto” a los docentes y su trabajo (perfeccionamiento de pruebas estandarizadas, remuneraciones basadas en incentivos al desempeño, metas más exigentes, etc.), privilegiando la capacidad de control desde los ámbitos directivos del sistema educativo. Esta forma de pensar las soluciones al problema de la educación refleja una asimetría de poder en la que el magisterio está contra las cuerdas. La dominación de los altos cuadros directivos y la élite intelectual se expresa en términos materiales, aprovechando la estructura institucional de la educación municipalizada (por ejemplo, ante el paro docente, el corte del flujo de dinero a las municipalidades permite dispersar el conflicto en relación a la capacidad de pago de salarios de cada comuna y el interés político de cada alcalde por fomentar o contener la movilización); y en términos simbólicos, en función del mayor prestigio social que confieren las ocupaciones relacionadas con la administración, gestión de recursos y la aplicación de procedimientos estandarizados de evaluación [4].
El problema de si los profesores quieren o no evaluarse es un buen ejemplo para hacer visible esta asimetría de poder, pues lo que está en disputa finalmente es quién posee la legitimidad suficiente para imponer ciertos criterios de evaluación ¿se dejará esta discrecionalidad a quienes diseñan pruebas estandarizadas o se dará un rol preponderante a los pares? [5]. Lo que oculta el argumento en blanco y negro de que los profesores no quieren evaluarse es que existe más de una discrecionalidad para discernir la calidad del desempeño docente y que la reforma relega a un segundo plano la discrecionalidad del magisterio sobre la evaluación de su propio desempeño en el aula. Si esto no ha quedado suficientemente claro para la mayoría de la población, ha sido en gran medida por los principios ideológicos de interpretación a través de los cuales se interpreta la crisis de la educación pública. Una de las características más significativas de la ideología es su capacidad de hacer que un hecho contingente aparezca como un fenómeno natural, como algo que “obviamente” es de una forma y no de otra. En función de esa obviedad es que ciertas posturas tienen mayor o menor legitimidad en el debate público. Norbert Lechner explicaba esto, señalando que lo que entendemos como “realidad social” se forma por la acción de relaciones de poder, que no necesariamente dependen de una coacción física, sino en la traducción de estas asimetrías de poder en “la fuerza de las cosas”, en determinar lo que es normal, obvio y natural [6].
La idea de que los profesores tienen la culpa del estado actual de la educación pública es una sentencia que refleja esta capacidad de determinar “lo que es cierto”. Pero este juicio se relativiza al analizar la historia y evidencia empírica que existe en relación a los establecimientos que constituyen la educación pública. La historia indica que la persistencia y profundización de las brechas sociales que vemos año a año en los resultados del SIMCE [7] y otros instrumentos, se ha visto como una externalidad razonable desde la implementación del financiamiento mediante subvenciones. Gerardo Jofre, asesor del Ministerio de Hacienda en dictadura lo sintetizaba en 1988, al señalar que “deben existir los incentivos para que los beneficiarios se auto-clasifiquen, en cuanto a su situación socioeconómica para evitar la entrega de subsidios en exceso, por los graves daños que ésta provoca a la economía y a la sociedad. Para ello debe aceptarse que existirán diferencias de calidad asociadas al esfuerzo que acepte efectuar cada familia” [7].
Otra de las decisiones que han modelado profundamente la situación actual de la educación pública, es que la cantidad de recursos entregados a las escuelas (determinados por el monto de la subvención y cantidad de estudiantes) no dice relación alguna con el presupuesto que se requiere para impartir una educación de calidad. Pero a pesar de las flagrantes deficiencias en la entrega de recursos para la educación pública, la estimación del déficit de financiamiento rara vez se menciona como un problema prioritario. Por el contrario, el costo real de una educación pública de calidad se ha investigado escasamente en los últimos 25 años, mostrando además que las decisiones sobre lo que se debe medir y visibilizar tampoco son neutrales. Se puede agregar a estos aspectos la decisión de transferir recursos del Estado a establecimientos que pueden seleccionar estudiantes y lucrar con la educación a través de la Ley de Financiamiento Compartido de 1993; además de una significativa reducción de los recursos públicos destinados a educación. Para hacerse una idea, entre el 1982 y 1990 los recursos destinados a educación disminuyeron un 28,2% en términos reales, alineándose a una caída en el valor de la subvención de un 24,5% en el mismo periodo [8]. Estas decisiones han desembocado en un progresivo retroceso de la educación pública, cuya matrícula pasa de un 78% del total de estudiantes en 1981 a un 36,8% en 2014. Paradójicamente, al momento de determinar quién carga con la mochila de la culpa las miradas rara vez se dirigen a quienes sentaron las bases del sistema por la fuerza de las armas y quienes lo mantuvieron y profundizaron durante los últimos 25 años.
Otro aspecto de la ideología es que, como plantea el filósofo esloveno Slavoj Žižek, al mismo tiempo que “naturaliza” hechos contingentes, oculta en la contingencia algunas regularidades significativas y persistentes [9]. En el conflicto reciente las demandas de los profesores se nos aparecen como algo antojadizo e injustificado, motivando la intransigencia de las autoridades de turno. La nueva ministra no ha sido la excepción al anunciar que se reunirá con los profesores sólo cuando se deponga el paro [10]. Con esto se desconocen las profundas motivaciones que han llevado a una histórica cantidad de docentes a manifestarse a lo largo del país. La demanda por dignidad no debe tomarse a la ligera, pues refleja las consecuencias que tiene el ahogo estructural de la educación pública sobre el desempeño del profesorado en el aula.
El alto nivel de sufrimiento y agobio laboral que acusa el magisterio es quizás uno de los factores que más incide sobre la mala calidad de la educación pública. Este agobio laboral es reflejo de las dificultades del contexto social en que se desenvuelven las escuelas públicas (lo que conlleva altos costos emocionales, psicológicos, reducción del tiempo dedicado a la enseñanza, etc.), la escasez de recursos económicos y profesionales para enfrentar estos desafíos y el alto nivel de exigencia que se impone a profesoras y profesores por revertir estas condiciones [11].
En este contexto, la intransigencia del gobierno amenaza con desperdiciar una oportunidad cierta para atacar los pilares de la segregación escolar y devolver el sentido a la educación pública. Si el trabajo de los profesores en el aula es la clave de una educación de calidad, convendría realizar esfuerzos para un trabajo mancomunado que asegure la adhesión y el esfuerzo del profesorado en su conjunto para el éxito de las reformas. Más allá de cualquier defensa corporativa, la férrea oposición del gobierno contra los planteamientos de profesoras y profesores amenaza la efectividad de una reforma que, al no plantearse seriamente el problema de la dignidad docente, difícilmente podrá revertir los urgentes problemas que aquejan a las escuelas públicas del país.