Por Karina Narbona, antropóloga Fundación SOL
El lunes 12 de diciembre salió el comunicado de un estudio de la OCDE titulado “Sick in the Job? Myths and Realities about Mental Health at Work” que señala que uno de cada cinco trabajadores en los países de este grupo, padece algún desorden mental como ansiedad o depresión.
Para el caso chileno, la Encuesta Nacional de Empleo, Trabajo, Salud y Calidad de Vida, (ENETS, 2011) plantea que el 21% de los trabajadores dice haberse sentido melancólico, triste o deprimido por un periodo de dos semanas los últimos 12 meses.
Un dato que complementa este negativo cuadro en salud mental, a nivel general, es que la mortalidad por suicidio en el mundo se ha incrementado en un 60% en los últimos 50 años (OMS, 2007). El informe de la OCDE “Panorama de salud 2011, informe sobre Chile y comparación con los 34 países miembros”, por otro lado, muestra que en el período 1995-2009, en Chile aumentó un 55% la mortalidad por suicidios, llegando a estar en el segundo lugar en el ranking de los que más aumentan. Nos vamos ahogando progresivamente.
Preocupada por la falta de productividad ligada a la mala salud mental, la OCDE, en el informe citado en un comienzo, aconseja asegurar “buenas condiciones de trabajo para evitar tensiones laborales” y favorecer “prácticas de gestión suaves” en las empresas. Respecto a esta última expresión cabe, no obstante, hacer una detención.
Las llamadas prácticas de gestión suaves (“soft model of management”) o “gestión por consentimiento”, corresponde a un concepto de dirección de estilo humanista o de “desarrollo humano”, creado en Harvard, en los MBA, que promueve el incremento en la productividad, innovación y flexibilidad de la empresa, por medio del estímulo de la motivación laboral y sentido de propiedad de las personas con la organización. Entendiendo que varios aspectos de los enfoques suaves de gestión pueden ser preferibles al taylorismo clásico, y aún a costa de parecer exquisitos, es lícito preguntar ¿pasa por allí la solución?
Algunas de las medidas que se incorporan buscan otorgar a los trabajadores mayores fuentes de motivación intrínseca con sus tareas y mayor autonomía, permitiéndoles cierta variedad y posibilidades de experimentación, iniciativa para la resolución de problemas, sistema de incentivos basados en el desempeño, responsabilidad sobre la mejora de los procesos, trabajo en equipos semiautónomos, polifuncionalidad y posibilidad de expresión de ideas para mejorar la productividad. Como ello requiere de un trabajador alineado, se promueve el paso del “trabajador” al “colaborador”, que actúa como dueño y gestiona su propio rendimiento. Se exalta así un espíritu de expansión de la potencia individual.
No obstante, el filósofo Sidi Mohamed Barkat, alerta que, el nuevo discurso que ensalza al sujeto emprendedor, siempre movilizado y comprometido, estaría detrás de la oleada de suicidios en el trabajo que se han disparado últimamente, por ejemplo, en Francia, con más de 30 suicidios entre 2008-2010 (impacta especialmente el caso de un trabajador de la empresa France Télécom, que en medio de una reunión se clavó un cuchillo en el abdomen). La lógica del winner, del sujeto-empresario o del colaborador, insta a hacer una declaración de amor al ideario empresarial o una suerte de acto patriótico que muestre que de corazón se adhiere a él, en un movimiento incesante hacia el éxito (Barkat, 2010).
La tesis de Barkat plantea que eso ha reducido la posibilidad de respiro que tenían los trabajadores fuera del trabajo. Bajo la actual lógica que solicita como nunca el compromiso subjetivo, “el trabajo coloniza la vida” y transporta la producción más allá de las fronteras de la jornada laboral, sobre todo gracias a la alta conexión que permite la tecnología. Así, llegado un punto de saturación, el suicidio se transforma en la única forma de respiro.
El caso japonés es ilustrativo de lo peligroso que puede ser el llamado al gerenciamiento del empleado. Luego de las sucesivas innovaciones empresariales, se produce en este país una intensa reconversión del imaginario del trabajador, evidenciado en los cambios del movimiento sindical, que pasa de consignas como el “control obrero de la producción” o “los obreros dueños de sus lugares de trabajo” (Ichiyo 1996:61) a “¡proteger nuestra empresa para defender la vida…!” (Coriat, 1992:37).
Teniendo en mente ese culto a la empresa, se hacen más comprensibles las imágenes que dieron la vuelta al mundo tras el reciente terremoto de Japón, donde se vieron trabajadores cuidando más al local (sujetando las repisas del supermercado) que a su propia vida. Tampoco extraña que, cada vez se vuelva más frecuente en Japón la causa de muerte llamada Karoshi o muerte por exceso de trabajo (un video juego llamado Karoshi: Suicide Salaryman, otorga una sorprendente sátira para este triste mal. La reseña dice: “el pobre hombre está harto de la vida de oficina, ayúdalo a morir de las más extrañas maneras en este juego de plataformas de 50 niveles!”)
El problema es que con las nuevas ideas de gestión “el trabajador ha sido transformado en una especie de empleador de sí mismo” y la autoexigencia lo revienta. “Se existe gracias a la empresa que te da trabajo” dice el credo, y en lugar de mermar, incrementa el malestar (Barkat, 2010). Las prácticas suaves, en resumidas cuentas, oprimen con suavidad.
Más allá de los riesgos que emanan de estas nuevas prácticas – por el momento circunscritas a las empresas de punta – es importante recalcar además que ya tenemos un ambiente patógeno en el mundo del trabajo, expresado, por ejemplo, en las características de los vínculos de empleo. Según la ENETS, en Chile las condiciones de empleo que más impactan negativamente en la mala salud subjetiva son la “inestabilidad, informalidad y temporalidad”, es decir, aquellas situaciones que apuntan a la inseguridad o la fragilidad, pero también, la propia “posición subordinada”, es decir, la condición de ser comandado por otro, lo que denuncia la dominación del asalariado. En otras palabras, la encuesta muestra un malestar que se liga a prácticamente a todos los atributos del empleo de la sociedad capitalista actual.
Los recientes datos de salud mental nos plantean entonces ¿Qué pasa con nuestra sociedad, que incluso en los países que se dicen más “ejemplares”, como los del club OCDE, el ser humano vive tan mortificado, especialmente por motivo del trabajo?
La conclusión es que la relación capital–trabajo es una relación que nos enferma. Las fórmulas de gestión estilo happy company o de felicidad laboral, no constituyen un salvavidas, por el contrario, vienen a participar del problema. Se requiere una solución más de fondo: una manera distinta de hacer la vida humana. El problema, se dirá, es que poner fin al capitalismo no está en el horizonte inmediato y nuestra postura nos deja sin salidas: quedaría asumir, sin más, la expansión de la tristeza y la angustia. Pero no es así. Tenemos la capacidad de ejercer autonomía crítica y soberanía, sobre todo si nos sumamos con otros.
En lo cotidiano, se pueden generar formas de afrontamiento compartidas. Una de las características del nuevo orden laboral es que ha minado las relaciones colectivas (a lo más, con las formas de trabajo en equipo, se da una suerte de individualismo grupal). La individualización de las relaciones laborales disminuye la posibilidad de transformación de nuestro entorno. Urge entonces, reconstruir los vínculos sociales para poder ejercer un control real sobre el trabajo y sobre el destino como sociedad. En especial, es preciso revitalizar la organización sindical, cosa que las nuevas prácticas, lejos de favorecer, combaten sutilmente, apelando a un consenso de intereses entre capital y trabajo. Una cosa es clara: el suicidio no es la única forma de protesta.
Publicado por El Dínamo