Publicada en The Clinic el 4 de junio 2014
Por Benjamín Sáez, investigador Fundación SOL
En la discusión sobre la existencia de una clase media en Chile se juega mucho más que un análisis de la estructura de clases o la distribución de ingresos. Aunque no se ha enunciado abiertamente, la cuestión de fondo es el ancho de espalda del capitalismo chileno. Cuando se celebra el éxito de vivir en una sociedad que ha superado los 15 mil dólares per cápita, cuando se explican las movilizaciones recientes por el surgimiento de una ciudadanía “más exigente” o cuando se refuerza la figura del “emprendedor”, lo que se quiere decir en realidad, es que los frutos de más de 20 años de neoliberalismo en democracia los ha recibido alguien más que el 0,1% más rico de la población. Se defiende la efectividad del “chorreo” y los apologetas del capitalismo chileno no dudarán ni un segundo en hablar de “la clase media” aunque nadie tenga muy claro dónde está.
Esta es una de las razones por las que la discusión sobre la clase media aparece como algo artificioso. Pero hay también razones estructurales que tienen que ver con los efectos de un modelo económico basado en el endeudamiento masivo. Como resultado de la masificación del consumo por medio de créditos con bajas barreras de entrada, se distorsiona la capacidad de distinguir entre nuestra posición y la del resto en la estructura de clases.
El efecto inmediato del acceso masivo al crédito es la inundación de mercancías, la proliferación de celulares, plasmas y ropa de marca; pero aún más, la compra de abarrotes del mes en cuotas y los avances en efectivo. El endeudamiento ha permitido a vastos segmentos de la sociedad chilena consumir por sobre la capacidad real de pago que entregan sus bajos salarios. Recordemos que, según la Encuesta Financiera de Hogares del Banco Central, la deuda total promedio de los hogares equivale a un 74,6% de sus ingresos anuales y que de acuerdo a la Encuesta Suplementaria de Ingresos del INE el 50% de los trabajadores gana menos de $263.473.
De acuerdo a datos del Banco Central la media anual de crecimiento de la deuda de los hogares fue de 12,2% entre el 2000 y el 2011, cifra mucho mayor que la media de crecimiento de la economía en el mismo periodo que fue de 4%. Como resultado el stock de deuda creció de un 22,5% del PIB a un 36,5% del PIB en 11 años. Este resultado es paradójico considerando que en la última década la economía chilena se encumbra sobre el boom histórico de los precios del cobre (ver columna “La economía chilena, como el elefante, se balancea sobre la tela de una araña” ). Tomando prestada la metáfora de Gabriel Palma, esta sería la segunda tela de araña sobre la que se balancea la economía chilena: la tela de araña del endeudamiento, que sostiene la capacidad de consumo de los hogares y su economía doméstica .
Con el crecimiento de la deuda, el bienestar material y los patrones de consumo que exhibe nuestro país se han inflado por sobre la capacidad real de la economía para sostenerlos en un escenario contracíclico (como advirtiera Aníbal Pinto Santa Cruz sobre otros periodos históricos). Para el análisis de clases esto significa que hogares con ingresos que no podrían ser catalogados como de clase media consumen como si lo fueran. A la par, los bienes que alguna vez permitieron distinguir a esta clase pierden su valor como objetos de distinción (tener un automóvil no representa lo mismo hoy que hace 30 años).
Pero el endeudamiento de los hogares porta una ilusión de mesocratización aún más profunda, el acceso a la educación superior de grupos históricamente excluidos. El ingreso a la educación terciaria, ya sea a un CFT, IP o universidad, es una promesa explícita de movilidad social para 7 de cada 10 estudiantes que encarnan la primera generación de su familia en acceder a un cartón.
Hacia fines de la década del 2000 se inicia un segundo gran impulso a la expansión de la matrícula de la educación superior, que venía creciendo desde fines de la década de 1980. Considerando el alto costo de la educación terciaria, con un arancel promedio equivalente a un 41% del PIB per cápita, esta expansión sólo pudo realizarse mediante el acceso a créditos como el CAE. El crédito con aval del Estado permitió a estudiantes de bajos recursos (en 2010 60% de sus beneficiarios pertenecían a los dos quintiles de menor ingreso) endeudarse a tasas de interés del 6% para acceder a la educación superior.
A estas alturas está de más aclarar que en muchos casos esta aventura dejó solo una mochila de deudas o a lo más un título de escaso valor en el mercado (como hoy pasa con quienes tienen un título en la Universidad del Mar, Bolivariana, Valle Central y otras instituciones literalmente desacreditadas). De acuerdo a datos del ministerio, más del 50% de quienes se matriculan en un programa de educación superior no logra terminar su carrera. Además de los preocupantes indicadores de deserción, el análisis del mercado laboral indica que el crecimiento de la fuerza de trabajo calificada ha aumentado en menos de dos puntos entre 2003 y 2011 (ver columna “La famosa clase media: ¿dónde está?”). Esto significa que no existe una relación nítida entre el ingreso a la educación superior y una movilidad social efectiva, ya sea por la alta deserción, por el bajo crecimiento de los empleos calificados (en comparación con los niveles de expansión de matrícula) o por el yugo de una deuda al 6% en el país con los aranceles relativos más caros del mundo.
Cuando se mira el problema con el vaso medio lleno, surgen dificultades adicionales para los afortunados que lograron sacar un título y encontrar un trabajo, siendo parte de esos 7 de cada 10 estudiantes de la primera generación. El aspecto que se ha tratado con menor prolijidad en el debate sobre la existencia de una clase media tiene que ver con la crucial importancia de la historia familiar. Una clase social no existe en un momento del tiempo, toda la fuerza del concepto tiene que ver con la capacidad de traspasar a las generaciones venideras los beneficios obtenidos, el capital acumulado en toda una vida de trabajo (capital económico, cultural o social). Para ponerlo en términos muy simples, no basta con entrar a la universidad, se requiere de credenciales adicionales como la cantidad de generaciones que llevan una vida urbana, tienen una profesión, manejan un cierto capital, poseen propiedades, etc. Contra todos los aspavientos de personajes como Bitar, Brunner, Beyer y sus secuaces, la capacidad “mesocratizante” de la educación superior se probará realmente en algunas generaciones más. En cualquier caso las cifras no hablan de un futuro muy auspicioso.
La tercera pata de la ilusión mesocrática aparece con el crecimiento de los empleos en el sector de servicios en una fase consolidada de desindustrialización de la economía chilena. La figura del empleado de oficina contra el trabajador manual es quizás una de las imágenes más sólidas de la clase media en la historia de Chile. Con la expansión del retail, los callcenter y otras empresas de servicios, se masifica una infinidad de “modernas” formas de explotación (subcontrato, trabajadores a domicilio, boletarios, microempresarios encadenados productivamente, etc.) y el trabajo no manual pierde gran parte de su mística como fuente de privilegio. Se profundiza el fenómeno que Jürgen Weller ha denominado terciarización espuria: el sector de servicios crece con puestos de trabajo caracterizados por escasos niveles de calificación, bajos salarios, inestabilidad laboral y rasgos típicos de los empleos precarios.
A contrapelo de las dimensiones reales de la economía nacional, en el debate público se hacen y deshacen reformas pensando en la clase media, esa que obviamente nos incluye a todos porque superamos los 15 mil dólares per cápita, porque tenemos más de 1 millón de matriculados en la educación superior y porque más chilenos que nunca se aprietan en la locomoción colectiva para llegar a una oficina. Esa clase media que abunda porque el ancho de espaldas del capitalismo chileno alcanza para todos, y la estamos pasando muy bien…