Por Karina Narbona, Licenciada en Antropología Social, Columna publicada en Quinto Poder
Durante los últimos 28 meses la lectura oficial ha recalcado con entusiasmo una supuesta bonanza en materia de empleo, con avances sólidos hacia el cumplimiento de la promesa presidencial de un millón de nuevos empleos, dada la creación de 625.599 puestos de trabajo, y un estancamiento estadístico de la tasa de desocupación durante el 2011 y lo que va del 2012, ante lo cual incluso se habla de estar próximos al pleno empleo.
La evidencia que ha procesado Fundación SOL, en cambio, muestra el largo trecho que nos separa de una situación medianamente aceptable en esta materia: más allá de los avances de acceso, no se dice nada sobre la forma en que la gente accede al trabajo y el tipo de trabajo al que accede, tan espurio, que contamina cualquier estadística de cobertura.
Es un asunto similar al que se ha dado en materia de educación: el establishment destaca el avance en cobertura, mientras el movimiento social, que no deja que le pasen gato por liebre, pone de relieve el tema de la calidad de la educación, la desigualdad y el costo humano del (mal) acceso.
En un reciente estudio del Área de Tendencias del Trabajo que hemos publicado en Fundación SOL, titulado “Precariedad laboral y modelo productivo en Chile”, se sindica la existencia de una nueva cuestión social en el trabajo en Chile, directamente relacionada con nuestro modelo de desarrollo hiperliberal y nuestra particular estructura productiva.
Utilizando los datos aportados por la Nueva Encuesta de Empleo del INE, el estudio demuestra que sólo el 40% de los ocupados y el 53,5% de los asalariados tienen un empleo protegido. Además, según el “Índice de Inserción Laboral” que publicamos en base a la misma encuesta, los chilenos se han insertado al mundo laboral durante los últimos dos años en una forma endeble e inestable, de manera creciente.
Este índice considera tres anillos de inserción laboral según grados de protección, formalidad, continuidad y estabilidad, a saber: un primer anillo alto en estas variables, un segundo anillo medio y un tercer anillo bajo. El resultado que arroja es que el único anillo que ha aumentado es el tercer anillo, de la desprotección y la informalidad. En especial los trabajadores por cuenta propia subempleados, es decir, aquellos que trabajan jornada parcial y desean trabajar más horas pero no encuentran esa opción (jornadas parciales involuntarias), en Mayo – Julio 2012, equivalen al 63% del total de cuenta propias de medio tiempo. Se trata de empleos de cristal, endebles, empleos de sobrevivencia.
El sociólogo francés Robert Castel, a propósito de la consolidación del modelo neoliberal, habla de la presencia de una ‘nueva cuestión social’ en el mundo del trabajo, similar al pauperismo del siglo XIX, que se expresa en un cordón cada vez más extenso de sujetos vulnerables que transitan entre la integración social y la marginación. Uno de sus rasgos más sobresalientes es el del precariado: población de muy variada composición, para la cual la precariedad laboral es un destino, más que una etapa transitoria. Tradicionalmente una situación que afecta a los jóvenes, pero que hoy llega a casi todos, de ahí que se hable de la era de la vulnerabilidad de masas.
Este fenómeno toca de cerca al país y los datos del estudio así lo reflejan. No podría ser diferente: si la “nueva cuestión social” de Castel es una consecuencia del modelo neoliberal, Chile lleva la delantera. Siendo un experimento puro del modelo y ya con suficientes años de maduración, está cosechando sus frutos.
Además, una de las particularidades de nuestra realidad es que se agrava por el trauma productivo que vivió el país post dictadura. El desmembramiento de la industria y la reorientación de la producción hacia la exportación de commodities, configuró una pequeña economía abierta al exterior, catapultada por actividades extractivas de recursos naturales, que no generan riquezas por medio de valor agregado del trabajo. Es decir, que relega a los trabajadores a ocupaciones poco productivas, de baja calificación, ingresos, etcétera. Dicho enfoque se profundizó durante los gobiernos de la Concertación.
Aún cuando durante la primera mitad de la década de los noventa se vio una esperanza en este tipo de neoliberalismo criollo, pues entre 1995 y 1997 se llega a un 6% de desocupación y un 7% de crecimiento promedio, después de la crisis asiática nada volvió a ser igual. Tras la coyuntura se evidenció la fractura tras la fachada. Una economía que no es productiva no puede generar, en su base, empleos de calidad.
La conclusión entonces es justamente aquella a la que ya hizo referencia el movimiento por la educación y que causó tanto escozor en la clase política: la necesidad de tener un cambio estructural del modelo. En relación al mundo del trabajo, este estudio enfatiza en la importancia de seguir una meta que actualmente es incompatible con el proyecto país de la elite, la meta de ser una economía productiva e igualitaria, considerando, entre otras cosas, una política industrial del siglo XXI.
Los paralelismos en distintas áreas, como educación, salud, trabajo, muestran que el discurso asimilado por la población durante años ya no está cautivando: es evidente que no estamos accediendo al paraíso. Tras lo que se vende como grandes oportunidades, vemos que en el fondo no hay calidad (no en el sentido comercial, sino de vida); sólo cortinas de humo. La idea es entonces modificar aquello que nos amenaza, la fuente de la precariedad.