El interés por la calidad del empleo, muy lentamente, está aumentando y el debate político registra una mayor, pero aun demasiado tímida, sensibilidad hacia el tema.
Sin duda, la Nueva Encuesta de Empleo (NENE) adoptada por el Instituto Nacional de Estadística tuvo un rol clave en esta dinámica. Gracias a ella es posible hacer un análisis profundo e inédito del empleo nacional, representando así un gran avance para saber qué pasa con la calidad de nuestro mercado laboral. Frente a sus resultados mensuales algunos ponen en evidencia los graves problemas de calidad que todavía están pendientes, mientras que otros destacan los avances en esta materia. En particular, durante el mes de marzo, el gobierno ha puesto énfasis en el mejoramiento de algunos aspectos específicos, como el incremento del nivel de contratos con cotizaciones registrado durante el último año.
La ampliación de este debate es interesante porque permite profundizar en el tema, aclarar los conceptos y enriquecerlos. La presencia del pago de cotizaciones es sin duda una condición necesaria para poder avanzar en temas de calidad, sin embargo, no es suficiente. Desde la Fundación SOL, por ejemplo, hemos destacado nuevos aspectos importantes a considerar, como la presencia del subempleo horario y de los bajos salarios, pero paralelamente existen otros elementos que urge poner en el debate.
Sobre todo, hay un tema de fondo que no podemos olvidar: la calidad, por definición, es algo subjetivo que no puede ser medido solamente por indicadores cuantitativos, si no que debe ser sometido al juicio y validación de los implicados. Al hablar de calidad del empleo, entonces, son los trabajadores mismos los que tienen un rol clave en definir si su propio trabajo es o no de calidad.
Lo anterior invita a cuestionarse cómo y cuándo los trabajadores pueden ejercer el derecho de intervenir sobre sus condiciones laborales, y pone una pregunta, clara y sencilla: ¿quién decide sobre la calidad del empleo? Al centro del debate se instala entonces el tema del poder y de su distribución en las empresas y en la sociedad que nos empuja a hablar del modelo de relaciones laborales de nuestro país, su historia, su presente y su futuro.
Es sabido que para mejorar sus condiciones laborales y de vida, los trabajadores empezaron a asociarse y crear organizaciones de autotutela y reivindicación. Este proceso nace a raíz de un rechazo por las políticas paternalistas de los empresarios: “no queremos beneficencia y caridad, queremos derechos”. Así surgió el asociacionismo obrero entre siglo XIX y XX, con las mutuales, las sociedades de resistencia, los sindicatos, y con ello se desarrolló el derecho del trabajo, que en su esencia reconoce la existencia de un desequilibrio estructural entre el trabajador individual y su empleador que sólo la acción colectiva puede reequilibrar. Con el derecho a negociación colectiva, entonces, los trabajadores obtienen el derecho de asociarse y de mejorar, negociando, sus condiciones laborales, abriendo de esa forma la vía para la lucha por la igualdad y para los derechos sociales que caracterizó al siglo XX.
Estos procesos cambiaron radicalmente la distribución del poder en la sociedad, ya que ahora no decidían las oligarquías económicas y sus expresiones políticas. Utilizando las herramientas de la autorganización, de la negociación colectiva y de la huelga, los trabajadores pudieron expandir y fortalecer sus propias organizaciones, y a partir del lugar de trabajo lograron cubrir y representar a las ramas productivas nacionales hasta elevarse a tomar la palabra frente a las asociaciones de empresarios y a los gobiernos nacionales. Ha sido un desarrollo de largo plazo que en cada país ha dejado elementos clave para el mejoramiento de la calidad del trabajo y del empleo: salarios más altos, contratos estables y protegidos, horarios más humanos (“ocho horas de trabajo, ocho horas de recreación, ocho horas de descanso”), mecanismos de control y prevención sobre salud y seguridad, etc.
El Chile actual, sin embargo, parece haberse olvidado de esta historia. Los bajos niveles de sindicalización y cobertura de la negociación colectiva, la fragmentación y atomización sindical, la escasa o nula capacidad de incidir en la redistribución de la riqueza son datos que manifiestan este culpable olvido. En Chile el 14% de los trabajadores está afiliado a un sindicato y solo 11 de cada 100 trabajadores negocia colectivamente; además, existen más de 10 mil sindicatos activos con un tamaño promedio de 85 miembros. En este contexto “liliputiense” no extraña el hecho de que, por ejemplo, el 76% de los trabajadores gane menos de $350.000 o que el 30% de los asalariados de tiempo completo trabajen 56 horas semanales (cuando el Código del Trabajo establece una semana de 45 horas), o que, finalmente, el trabajo sea en Chile una fuente de malestar más que el lugar de realización de las personas.
La calidad del empleo es entonces un problema que se vincula directamente y necesariamente con el tema del poder y de su distribución. El exitoso crecimiento chileno y sus triunfantes índices económicos se basan en el supuesto de que una parte de la sociedad no puede determinar efectivamente las condiciones en que se desempeña laboralmente. Y esto se perpetúa a través de un modelo de relaciones laborales que sistemáticamente impide la acumulación de fuerza por parte de los trabajadores y su expresión plena.
En primer lugar, no existe un verdadero derecho a huelga ya que, al estar permitido el reemplazo de trabajadores, su utilización pierde de sentido e impacto. Además, la principal herramienta que los trabajadores tienen para presionar a los empresarios y los poderes públicos solo puede ser utilizada en específicas ocasiones: no es un misterio que si los trabajadores de la Mina San José hubieran intentado hacer ver las precarias y peligrosas condiciones en que trabajaban ejerciendo su derecho a huelga dicha huelga habría sido ilegal. En segundo lugar, la negociación colectiva está permitida solo a nivel de empresa, impidiendo así que los sindicatos y su poder puedan crecer y abarcar niveles mayores como el territorio, la rama productiva, etc. En estas condiciones el antiguo y siempre válido estribillo de “la unión hace la fuerza” también pierde sentido: cada uno es obligado a negociar dentro de su empresa sin poder pensar en lo que le pasa a su vecino y reconstruir así las largas y complejas cadenas de la producción y del valor que determinan su destino.
El pasado nos dice algo claro: peores condiciones laborales y de empleo corresponden a menor poder colectivo de los trabajadores. Preguntémonos hoy, entonces, si y cómo los trabajadores deciden, y pensemos en un modelo de relaciones laborales distinto que realmente permita a la sociedad entera, en un futuro próximo, trabajar y vivir con calidad.
Por Patrizio Tonelli
Investigador de Fundación SOL
Twitter: @lafundacionsol
Publicado en El Ciudadano, 11 de Abril de 2012