Publicada en El Mostrador el 17 de junio 2014
Por Micaela Lobos, investigadora Fundación SOL
No es de extrañar que el capital se sienta seguro en un sistema político que está lejos del control popular. Tampoco debe sorprender que la institucionalidad laboral, instaurada en la época de ausencia democrática, haya permanecido prácticamente inalterada, favoreciendo a los grandes intereses económicos, acrecentando la desigualdad social. En la actualidad, los trabajadores tienen prácticamente nula capacidad de incidir en la distribución de la riqueza (baja sindicalización, negociación colectiva limitada) y, por ende, menos incidencia aun en las decisiones que pesan sobre sus propias condiciones de vida.
En los días posteriores al triunfo de Salvador Allende, Richard Nixon pedía a su secretario de Estado, Henry Kissinger, “hacer gritar la economía de Chile” para impedir la llegada de la Unidad Popular al poder. Esta declaración, que forma parte de uno de los 350 documentos desclasificados hace algunas semanas por la CIA, da cuenta de la resistencia al primer gobierno electo bajo las normas de una democracia liberal y que abiertamente declaraba no defender los intereses del capital. La historia que siguió ya es bastante conocida.
En un reciente artículo, el profesor Boaventura de Sousa Santos, analiza la relación entre capitalismo y democracia, señalando que “el capitalismo sólo se siente seguro si es gobernado por quien tiene capital o se identifica con sus ‘necesidades’”. En la vereda contraria sitúa a la democracia, entendida, en su definición más perfecta, como un gobierno de las mayorías “que no tienen capital ni razones para identificarse con las ‘necesidades’ del capitalismo”. Además, subraya que estas necesidades que son minoritarias “colisionan” con las necesidades de las clases trabajadoras, aludiendo a un conflicto distributivo entre quienes concentran la riqueza y quienes reivindican una repartición más equitativa de la misma.
Frente a esto, ¿cómo ha sido posible que la democracia sobreviva en sistemas dominados por una minoría acumuladora de capital? Hay periodos en que simplemente ha sucumbido en momentos en que las élites dominantes han visto amenazados sus intereses. Sin embargo, en gran parte del mundo se instaló una democracia liberal, utilizada –según argumenta el autor– para evitar que las mayorías pobres lleguen al poder, recurriendo a una serie de dispositivos legales y legitimados, tales como restricciones al sufragio, leyes de lobby, consagración y supremacía del derecho a la propiedad individual y represión de la actividad política fuera de la institucionalidad, entre otras. Suena conocido.
Tras el gobierno de la Unidad Popular, el golpe de Estado, 17 años de dictadura cívico-militar y 24 de gobiernos electos bajo normas democráticas, ¿pudo la democracia chilena sobreponerse a los intereses de las minorías? ¿Quiénes son los que han gobernado Chile y qué intereses representan? Desde luego, esta no es una respuesta fácil de entregar ni de construir. Pero resulta interesante esbozar una aproximación para el caso chileno a la luz de evidencia reciente y que parece estar ampliamente aceptada y consensuada entre diversos sectores políticos.
Recientemente se presentó el informe Auditoria a la Democracia en Chile, elaborado por el PNUD, en el que colaboraron, además, distintos centros de pensamiento (Centro de Estudios Públicos, Corporación de Estudios para Latinoamérica, Libertad y Desarrollo, Proyectamérica, Instituto Libertad, Fundación Jaime Guzmán y Fundación Chile 21). El Informe, que analiza la calidad de la democracia, reconoce que, pese a su extensión formal, los principios e ideales de la democracia, tales como la igualdad y control popular del gobierno, siguen siendo lejanos.
Un elemento importante para esbozar una respuesta es saber a quiénes se ha estado eligiendo como gobernantes. La supremacía de los partidos políticos en ocupar los cargos de elección popular ha dejado poco o nada de espacio a candidaturas independientes y, con ello, a sus electores. Esta elitización del espacio de toma de decisiones se agudiza con la existencia de una baja rotación y alternancia de autoridades en sus cargos, según consigna el informe. En el caso del Congreso, el sistema electoral binominal ha contribuido a sobrerrepresentar a ciertos sectores políticos y excluir a otros, en procesos electorales que “desde el retorno a la democracia han sido altamente predecibles y con escasa competencia efectiva para la percepción de los electores”. Pese a ello, en las últimas elecciones partidos y movimientos políticos que habían estado excluidos de cargos de representación popular han ganado espacio, incluso dentro de la coalición gobernante. Aunque, salvo excepciones, gran parte de este logro se debe a negociaciones y pactos con los grupos políticos dominantes.
A esta crisis de representatividad, se añaden los bajos niveles de confianza que las personas tienen en el Congreso y los partidos políticos; en 2013, sólo un 15% manifestaba tener mucha confianza en los partidos. Aún más grande se hace esta distancia al constatarse que la identificación de las personas con los partidos es baja: en 2013, sólo el 35% de los encuestados manifestó identificarse con algún partido político. Es más, un 51% cree que los partidos están compuestos por políticos que actúan para promover sus propios intereses.
Lo paradójico es que la ciudadanía se ve forzada a elegir y sentirse representada por políticos que forman parte de colectividades con las que no se identifica y en las que confía poco.
Pero estas percepciones parecen tener su correlato en el comportamiento electoral. El informe da cuenta de una baja sostenida en la participación de las personas en edad de votar desde 1989, donde un 86% de la población acudió a las urnas, cifra que llegó al 59,5% en 2009 y a 51,7% en la presidencial del 2013. Esta tendencia no se revirtió con un cambio en la institucionalidad que permitió la inscripción automática y voto voluntario, realidad que confirma que quienes están eligiendo a los representantes son cada vez menos personas, dejando el poder de decisión en las manos de unos pocos. Tal vez la apertura del espacio a nuevos grupos políticos sea una oportunidad para aumentar la participación.
Ante esto, no es de extrañar que el capital se sienta seguro en un sistema político que está lejos del control popular. Tampoco debe sorprender que la institucionalidad laboral, instaurada en la época de ausencia democrática, haya permanecido prácticamente inalterada, favoreciendo a los grandes intereses económicos, acrecentando la desigualdad social. En la actualidad, los trabajadores tienen prácticamente nula capacidad de incidir en la distribución de la riqueza (baja sindicalización, negociación colectiva limitada) y, por ende, menos incidencia aun en las decisiones que pesan sobre sus propias condiciones de vida.
Los datos dan cuenta de la existencia de un espacio político que está cada vez más lejos del alcance popular, dominado por partidos políticos cada vez más ajenos a los intereses de la sociedad, y que ha servido muy bien a los intereses de una minoría. Esa es la gran piedra de tope para realmente poder construir alternativas distintas.