Publicada en El Mostrador el 30 de octubre 2019
Por Francisca Barriga, investigadora Fundación SOL
El pasado martes 13 de agosto, el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) publicó los resultados de la última Encuesta Suplementaria de Ingresos para el año recién pasado (ESI 2018), encuesta que busca establecer los ingresos de las personas ocupadas en el país.
El informe da cuenta de cifras que la mayoría de los chilenos y chilenas ya conoce, los salarios de nuestro país están desalineados de las necesidades de los hogares. La ESI 2018 indica que la mitad de los trabajadores/as gana 400.000 pesos o menos mensualmente; de estas personas, el 50,2 % corresponde a mujeres y el 43,5% a trabajadores informales.
La Encuesta -además- evidencia la brecha salarial entre hombres y mujeres. Mientras el 50% de hombres perciben $411.100 pesos o menos, el 50% de las mujeres alcanzan $343.234 pesos o menos. Esto significa una brecha de -27,2% en el ingreso promedio, muy en línea con las cifras de la Región.
La discusión central que como sociedad deberíamos dar es sobre la valoración del trabajo, pero fundamentalmente, el valor del trabajo doméstico no remunerado, entendiendo este último como una labor central para la reproducción de la vida y para el desarrollo de otras actividades vinculadas a lo productivo.
Claramente, las cifras son desalentadoras para todas las personas ocupadas del país, el bajo valor del trabajo en Chile es transversal y los ingresos no alcanzan para la reproducción de los hogares. Pero ¿hay formas de solucionar la Brecha de Género y mejorar los ingresos para las personas en el país? Lo primero, es entender que la igualdad salarial no es el derecho de recibir salarios similares cuando se realiza un trabajo similar, hay una concepción más profunda y política en entender el “Valor del Trabajo”.
En el convenio Nº 100 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de 1951 se establece el principio de “igual salario por trabajo de igual valor”, es decir, se garantiza una remuneración igual cuando se realizan
trabajos de igual valor, a pesar de que tengan contenidos diferentes, se desarrollen en ramas productivas disímiles y requieran habilidades y calificaciones distintas.
En este sentido, la discusión central que como sociedad deberíamos dar es sobre la valoración del trabajo, pero fundamentalmente, el valor del trabajo doméstico no remunerado, entendiendo este último como una labor central para la reproducción de la vida y para el desarrollo de otras actividades vinculadas a lo “productivo”.
La desigualdad salarial pasa por analizar la doble labor de las mujeres en los ámbitos productivo y reproductivo, por tanto, es una tensión estructural. Revalorizar el trabajo realizado por mujeres en el ámbito laboral, es entender que las mujeres están confinadas a un número relativamente pequeño de ocupaciones, principalmente concentradas en sectores de menor productividad y relacionadas a la ocupación de su rol histórico como mujeres y cuidadoras.
El bajo valor del trabajo, principalmente el femenino, es central para repensar la responsabilidad comunitaria en el cuidado, entendiendo que la suficiencia de ingresos es fundamental para lograr un bienestar relativo en los hogares.
En los últimos años, han habido propuestas para disminuir la brecha salarial emanadas de distintos países y Organismos Internacionales, pero pocas relevan la figura de los actores colectivos para la obtención de mejoras consistentes en los ingresos y en la disminución de la brecha salarial.
Son los sindicatos y las organizaciones de trabajadores/as quienes deben impulsar políticas que logren conciliar el trabajo remunerado y el de cuidados en lógicas comunitarias; como por ejemplo demandar transparencia en los sistemas salariales de las empresas, además resguardar los tiempos para que la corresponsabilidad sea efectiva en los hogares.
En esta misma línea, exigir políticas de formalización para los sectores más precarios que coinciden con los más feminizados, como el trabajo doméstico y el comercio informal y, por último, impulsar una discusión profunda respecto al valor del trabajo.
Por tanto, es urgente que las organizaciones de trabajadores/as exijan un aumento en el salario mínimo ($301.000 en la actualidad) no sólo porque con esta suma no se logra cubrir las necesidades de un hogar, sino porque aumentar el salario mínimo podría corregir sesgos que desvalorizan el trabajo de las mujeres en las escalas salariales.
Una política robusta que incremente el salario mínimo y que esté acorde con los gastos de los hogares, puede ser una herramienta útil para cerrar las brechas salariales de género, dado que las mujeres se encuentran en mayor medida en ocupaciones con salarios iguales o menores al mínimo, como lo demuestra el Estudio “Los verdaderos salarios de Chile”, donde se establece que el 50% de las mujeres percibe un sueldo de $300.000 pesos o menos, ni siquiera llegando al umbral del salario mínimo. En este sentido, el aumento del salario mínimo no sólo serviría como “efecto faro” para los demás sueldos, también sirve para equiparar las discriminaciones horizontales que viven las mujeres en el mundo del trabajo asalariado.
Superar las inequidades hoy, merece la organización y fortalecimiento de los sindicatos, para exigir e impulsar políticas de protección efectivas para la clase trabajadora, contemplando los conflictos y tensiones que implica la valorización de todos los trabajos, no sólo del productivo.